El 11 de junio fue publicada en el Diario Oficial de la Federación la Ley Federal para Prevenir y Eliminar la Discriminación, que entró en vigor al día siguiente. Claro que no basta la emisión de una norma para modificar conductas y alentar valores y pecaría de superficial quien supusiera que con esta ley triunfó la lucha contra las diversas discriminaciones. Pero emitir y poner en práctica nueva legislación suele ser condición necesaria para combatir fenómenos indeseables. Por eso es bienvenida ésta. Y porque resulta de sucesivas conjunciones de buenas voluntades, es digna de aplauso.
Todo empezó el 25 de abril del 2000. De improviso, en el debate ante la televisión el candidato Vicente Fox hizo suyo el programa social de Gilberto Rincón Gallardo, que contenía planteamientos singulares de reivindicación de grupos vulnerables. Rincón Gallardo, un antiguo comunista, era a la sazón abanderado presidencial de su propio partido, Democracia Social, que no pasó la prueba de las urnas (por lo que parte de sus miembros se adosaron hoy a México Posible y Fuerza Ciudadana). Ya electo, Fox persuadió a su ex adversario de sumarse de algún modo a su gobierno. Aunque no formó parte de la estructura, en noviembre del 2000, junto a la de sus colaboradores, Fox anunció la incorporación de Rincón Gallardo al frente de lo que al paso del tiempo se configuró como la Comisión Ciudadana de Estudios contra la Discriminación. Los realizó, en efecto y como resultado de tales estudios la Comisión presentó un anteproyecto de ley que fue consensuado y aprobado por unanimidad en el Congreso en el pasado período de sesiones, el último de esta legislatura.
La ley parte de reconocer que la sociedad mexicana practica y padece variadas formas de discriminación, las más de las cuales se esconden tras la apariencia de un igualitarismo social que en varios aspectos no es más que disfraz. Es necesario, en consecuencia, identificarlas y combatirlas, ya sea penando su actualización o propiciando lo que en el extranjero se llama acciones afirmativas, o sea mecanismos de compensación y promoción que extirpen los efectos de la discriminación. La discriminación, según esta nueva ley (artículo cuarto), es “toda distinción, exclusión o restricción que, basada en el origen étnico o nacional, sexo, edad, discapacidad, condición social o económica, condiciones de salud, embarazo, lengua, religión, opiniones, preferencias sexuales, estado civil o cualquiera otra, tenga por efecto impedir o anular el reconocimiento o el ejercicio de los derechos y la igualdad real de oportunidades entre las personas”.
Animada por un nobilísimo espíritu, esta carta de intención -por ahora es sobre todo eso-, constituirá un referente en la búsqueda de la tolerancia y el respeto, que son la base de la convivencia. Atenta no sólo a nuestros defectos nacionales (sintetizados, contrario sensu, en el artículo citado), se inserta también en el más amplio ámbito del combate a peligros universales. Considera, en efecto, que son también “discriminación la xenofobia y el antisemitismo en cualquiera de sus formas”. No obstante el valor de esta ley, de cuya vigencia extraerá impulso nuevo la democracia, se reparó en sus riesgos (contra la libertad de expresión especialmente) y en un defecto que podría inhibir su eficacia y que no es desdeñable: la eventual inconstitucionalidad del órgano creado para aplicar la norma, el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación. El propio presidente de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, doctor José Luis Soberanes expuso de inmediato su preocupación al respecto pues, a su juicio, el Consejo “entra directo en la esfera de competencia” de la institución que encabeza “y de las respectivas comisiones estatales”. En su opinión, la inclusión de la CNDH y los órganos locales en la Constitución federal (artículo 102 inciso B) establece “una reserva material a su favor”, una especie de exclusividad por la cual “todas las cuestiones relativas a la protección de los derechos humanos —el derecho a la no discriminación es uno de los principales— deben realizarse por las mencionadas comisiones, sin que puedan existir órganos que de manera adicional o paralela lo hagan” (Nota publicada en un diario capitalino el diez de junio) Rincón Gallardo no concuerda con esa descalificación al Consejo que sin duda presidirá.
Sin polemizar con Soberanes, sostuvo sin embargo que “es perfectamente constitucional que distintas instituciones persigan fines no idénticos aunque sí convergentes en el terreno de los derechos de la persona” pues la Constitución “no atribuye el monopolio de su defensa a ninguna entidad” como lo muestran el Instituto Nacional de las Mujeres o el Federal Electoral, entre otras instancias que cita, en relación con clases específicas de derechos.
¿Cuál posición es la correcta es un dilema que conviene discutir pero que en los hechos será resuelto por los tribunales cuando se presente la ocasión? También lo harán si se actualiza el riesgo de que la nobleza de esta ley se envilezca considerándola contraria a la expresión libre. Valga como criterio para los jueces, en la eventualidad de que haga falta. Esta consideración de Rincón Gallardo, en más de un sentido parte de esta ley: “no es lo mismo un chiste o una frase ingeniosa que sea poco sensible con algún grupo vulnerable que... la decisión de un agente del ministerio público de no investigar el homicidio de un homosexual”, por creer que se lo merece.