Veinticuatro días después de haber convenido emitirla, el Gobierno Federal lanzó anteayer la convocatoria al “Diálogo por una política de estado para el campo”.
Apenas conocido el documento, se conoció también el rechazo y la frustración que produjo en las organizaciones con las que el propio gobierno se había comprometido a llamar a ese diálogo.
Aun en minucias se percibe la desconexión de los convocantes con la situación real del campo. Si bien se salvaron del ridículo completo con un adverbio que impidió poner un requisito excluyente, no se puede sino sonreír ante el pedido de presentar las ponencias en documentos con no más de diez cuartillas de extensión y “preferentemente en Word para Windows (97,2000 y XP), tipo de fuente arial 12, acompañados de un resumen en formato de Power Point para su exposición”. No añadieron si los curricula de los asistentes pueden ser presentados en versiones extensas o sintetizadas y si es posible asistir en traje de calle o de rigurosa etiqueta.
Tal exquisitez tecnocrática concuerda con la visión centralista de los organizadores del diálogo. Salvo que la octava se realice fuera del Distrito Federal, puesto que se dice que su sede está “por confirmar”, todas las mesas de trabajo se reunirán en domicilios situados en la ciudad de México, aunque en honor a la verdad una de las sedes se encuentra en un poblado, San Francisco Culhuacán, perteneciente al DF pero antiguamente alejado del centro urbano principal. Quizá ignoran los organizadores que hay un “campo en la ciudad”, como se llama a las delegaciones capitalinas donde prevalece la actividad agropecuaria.
Las mesas “serán encabezadas por las dependencias o entidades federales relativas al tema”: “el papel del campo en el proyecto de nación”, por la Sagarpa; “comercio interno, externo y TLCAN” (menos mal que no escribieron NAFTA), por Economía; “presupuesto y financiamiento para el desarrollo rural”, por Hacienda; “desarrollo y política social para el campo”, por Sedesol; “ordenamiento de la propiedad rural”, por la SRA; “medio ambiente y desarrollo rural”, por la Semarnat; y “el campo y la gobernabilidad en el estado de derecho”, y la “agenda legislativa para el campo”, por la secretaría de Gobernación.
O sea que las oficinas gubernamentales que han sido puestas en cuestión por la insuficiencia, en el mejor de los casos, de su gestión en el desarrollo rural, serán las encargadas de conducir las discusiones. Cada mesa de trabajo contará con una comisión coordinadora, de diez miembros, de los cuales sólo cuatro son gente del campo: dos representantes de organizaciones campesinas y dos de “productores del sector privado agroalimentario”, como si fueran entidades por fuerza diferentes.
La Unión Nacional de Productores de Arroz, por ejemplo, en tanto que pertenece a la CNC forma parte de “las organizaciones campesinas” pero es también, sin duda, parte del sector privado agroalimentario, salvo que se entienda que éste se integra sólo con delegados del CNA, el Consejo Nacional Agropecuario, en cuyo caso la paridad obra en perjuicio de los campesinos no reconocidos como “productores”. Los otros integrantes del comité directivo de cada mesa, que será presidida por “el representante de la dependencia federal responsable”, son dos delegados del poder ejecutivo federal, dos legisladores, y dos miembros de la asociación de secretarios de desarrollo agropecuario de las entidades federativas.
Pero si en esos rasgos formales, menores, de la organización del Diálogo se aprecian modos de ver el problema del campo, modos de ser ante él, incompatibles con los de los propios sujetos (personas y agrupaciones) a que debe dirigirse la política rural, no residen allí los principales diferendos que pueden hacer fracasar esta intentona que tan amplias expectativas generó hace un mes.
Al final de diciembre, el gobierno pareció caer en cuenta de que el campo también existe.
Movilizaciones de tinte y alcance variado fueron atendidas por los secretarios de Agricultura y Economía, cuyas oficinas, a lo largo de los dos últimos años, han sido a menudo copadas por la protesta de esas organizaciones, debido a la falta de una política clara y eficaz. Después de dos reuniones, en que no participó la CNC, la más numerosa e influyente de las agrupaciones agrarias, el gobierno convino en citar a una convención nacional agropecuaria, a efectuarse el cinco de febrero, que daría pie a un Acuerdo Nacional para el Campo. La denominación no era novedosa, pues en el marco del Acuerdo Nacional para la Democracia, suscrito por el gobierno y los partidos, precisamente la CNC había convenido con Gobernación la traducción de aquel acuerdo al campo.
Pero al comienzo de este año el gobierno estaba urgido de hacer cesar las movilizaciones y se comprometió a actuar de un modo del que pronto se arrepintió. El secretario Usabiaga fue repudiado en Veracruz por un auditorio cenecista, lo que lo confirmó en un error de visión y estrategia. Los responsables del campo en este gobierno suponen que las agrupaciones son dirigidas por una cáfila de vividores que se aprovecharon del erario hasta los albores de la nueva democracia que hoy vivimos. Que los hay de esa condición, sin duda. Y que negociar con ellos es perder tiempo y dinero, sin duda tampoco. Pero si el gobierno pretende prescindir de la interlocución con el liderazgo auténtico de varias organizaciones, cuando más realizará bonitos actos académicos, no un diálogo político para el campo.