¡Lástima que sea sólo literatura! Pero, he aquí que en “un intrincado laberinto de callejuelas, plazas y callejones sin salida... que se parece a un ovillo enredado por un gato”, donde vivía la canalla de París en el siglo XVI, de pronto se invoca a “¡la ronda!” porque una mujer está siendo asaltada y aparece, poseedor de una “voz de trueno un jinete que salió de improviso de una calle inmediata. Era éste un capitán de los arqueros de la guardia del rey, armado de punta en blanco, con la espada en la mano”. Y en seguida, “quince o dieciséis arqueros que seguían de cerca a su capitán, acudieron en su ayuda con el chafarote desenvainado. Era una patrulla que andaba aquella noche de ronda, por orden del señor Roberto de Esteouteville, intendente del prebostazgo de París”.
Así narra Víctor Hugo el modo en que, en la corte de los milagros parisiense, regida por su propia ley aun para asuntos civiles como el matrimonio de la gitana Esmeralda y el poeta Pedro Gringoire, la autoridad podía imponerse. Entendemos, ya lo dijimos, que se trata sólo de ficción, de la fecunda imaginación del autor de Nuestra Señora de París. Pero, ¿qué diéramos porque algo semejante, si bien acorde con la legalidad de hoy, ocurriera en nuestra propia corte de los milagros, ¡en Tepito!
Una larga, y por desgracia quizá todavía no concluida, serie de asesinatos, con la firma de sicarios que ajustan cuentas por encargo de otros, ha puesto de nuevo la atención pública en Tepito, una pequeña región de la ciudad de México de más en más sustraída a la gobernabilidad, raquítica pero gobernabilidad al fin y al cabo, que es posible en el Distrito Federal. Decenas de asesinatos en unas cuantas semanas han puesto en relieve la enorme peligrosidad de que rijan allí —y desde allí diseminen su autoridad y los delitos en que la fundan— bandas dedicadas a las más rentables formas de la delincuencia organizada, rodeadas de matarifes que resguardan intereses a como haya lugar.
El deterioro social de esa porción capitalina se ha acelerado en las décadas recientes. La configuración arquitectónica y urbanística de la zona propició siempre que las casas de vecindad y los callejones protegieran a delincuentes menores, carteristas y raterillos que operaban fuera de su hábitat y encontraban refugio entre la laboriosa clase media baja que se ganaba la vida en el comercio y los pequeños talleres de peletería y calzado. En algún momento, el contrabando en pequeña escala, la fayuca de ropa y aparatos electrónicos, halló acomodo allí sin que nadie osara frenarla. En los años sesenta y setenta floreció en sus calles el tráfico de mercancía traída ilegalmente del extranjero o fruto de asaltos a establecimientos y vehículos. La casi inocente compra “de chueco” que no fue extraña a la comarca agrandó sus montos. En un fenómeno de perversión social, adquirió carta de naturalización: Una gran afluencia de público adquiría efectos varios, a sabiendas de su origen y beneficiándose, aun ufano, de los menores precios que la ilegalidad permitía. La autoridad obtenía también su tajada, por sólo distraerse y a veces por ofrecer protección. Así, todo funcionaba. Todo estaba en su lugar.
Pero ese presunto orden no podía sino engendrar desorden. Una zona al margen de la ley se convirtió en santuario del narcotráfico y de la secuela criminal que lo acompaña. Hoy toda mercancía prohibida puede ser hallada en Tepito. Alguna conciencia blandengue diría que la reproducción ilegal de discos y videos, la piratería, es el más inocuo de sus giros negros, pues “sólo” deja de pagar regalías. Pero en realidad encubre pornografía, explotación sexual de menores. Y coexiste con la distribución y venta de estupefacientes, con el tráfico de armas, con el de personas.
La pudrición de esa zona requiere no sólo atención policíaca. Pero requiere eficaz y sostenida acción policíaca. De tanto en tanto se organizan redadas, decomisos, ejecución de órdenes de aprehensión. Son molestias pasajeras para los jefes de las bandas, tan irritantes e inevitables como las lluvias en la ciudad. Pero distan de ser acciones que supriman y siquiera afecten en lo profundo a la actividad delictiva. Al contrario, ésta se consolida porque entabla relaciones corruptas con la autoridad, algunos de cuyos miembros dan aviso de sus incursiones para que se resguarden las cosas y las personas que deben ser protegidas.
Perturba el regateo entre organismos policíacos y de procuración de justicia a propósito de cuál de ellos debe tener presencia inhibitoria del delito en esa zona. Cualquiera que pueda hacerlo debe hacerlo. La Policía Federal Preventiva, tan bien equipada, tan elogiada, puede realizar funciones en Tepito. La mayor parte de los delitos que allí se cometen son de su incumbencia. Pero otros lo son de las corporaciones locales. En vez de disputar, o de trazar con pueril firmeza el coto que corresponde a cada quien, lo necesario es establecer una coordinación que multiplique las capacidades gubernamentales para garantizar la seguridad.
Es en absoluto inadmisible la política de tierra arrasada con que en regímenes autoritarios se combate a enemigos embozados y que en México se aplicó en más de un barrio. Como Tepito hoy, la Candelaria de los Patos servía de guarida a delincuentes menores. Hace medio siglo fueron derribadas con violencia las míseras viviendas utilizadas para ese propósito. Lejos de aconsejar el empleo de ese medio, es urgente que a través de otros se persiga el mismo fin.