Una fotografía aparecida en la página dos de la edición sabatina de El País, tomada desde el aire, muestra una escena de Harrowdown Hill, el lugar donde el viernes pasado se halló el cadáver de David Kelly, el científico británico señalado por haber ofrecido información que comprobó la superchería que condujo a la guerra contra Iraq. No aparece su cuerpo, cubierto por una tienda de campaña de la policía. Y es que la primera providencia en una investigación policíaca, se comprueba plásticamente en esta gráfica, consiste en preservar el entorno, la escena del acontecimiento. De ello depende en buena medida que pueda resolverse el enigma que toda muerte violenta origina.
No se preservó la escena de la muerte de Digna Ochoa y por eso ha sido y es imposible la reconstrucción adecuada de los últimos momentos de esa abogada, ocurridos hace veintiún meses. Por eso ha sido y será inverosímil la tesis de su suicidio y más todavía el producido por una mente enferma que quiso aparentar que la habían asesinado. Como suicidio fue muy imperfecto. Como asesinato es, hasta hoy, un crimen perfecto.
Aunque no se ha dicho la última palabra sobre el caso, este sábado la fiscal especial Margarita Guerra hizo conocer su conclusión, tras un año de renovadas indagaciones: no siendo posible probar que se trató de un homicidio, la versión más firme es la de un suicidio, que se intentó disimular. En realidad la noticia no se difundió el sábado. Con la misma estrategia que el año pasado, en que se privilegia la imagen de la Procuraduría de Justicia del Distrito Federal por encima de la sustancia que la explica y le da nombre, se pretendió persuadir a la opinión pública, a través de filtraciones a los medios de comunicación, de una verdad cómoda, la que evita investigar quién privó de la vida a la defensora de derechos humanos y deja abierta la puerta, en consecuencia, a nuevos homicidios. Quien mató a Digna Ochoa tiene en su favor el certificado de impunidad que le fue extendido el sábado. “Nadie puede, racionalmente, excluir la posibilidad de un suicidio en las circunstancias en que fue hallado el cadáver de Digna Ochoa— escribí en este mismo espacio el 23 de junio del 2002, hace trece meses—. Privarse de la vida no deroga la personalidad de la víctima y hasta puede enaltecerla. De modo que la renuencia a aceptar ese desenlace no nace de un interés por santificar a la víctima, por llevarla a los altares cívicos. La reticencia surge del temor de que esa hipótesis sustentada falsamente, encubra a los asesinos, si de un homicidio se trata”.
Esa reticencia no ha sido removida por el informe presentado el sábado por la fiscal Guerra, que conozco por los resúmenes aparecidos en los diarios del domingo y cuyo sentido conocí también por las groseras filtraciones con que fue antecedido. Rehusé deliberadamente el privilegio de los anticipos que proliferaron, precisamente porque esa práctica perniciosa suscita dudas y no certidumbres sobre la calidad de la investigación.
Era sabido que la investigadora enfrentaba una tarea formidable, condicionada entre otros factores por la necesidad política de la Procuraduría de preservar la tesis del suicidio que dejó en entredicho al subprocurador Renato Sales Heredia, removido del caso por decisión del jefe de Gobierno del Distrito Federal pero mantenido y aun promovido por el procurador Bernardo Bátiz. Era necesario que en la fase de la pesquisa iniciada hace un año se superaran las deficiencias y aun los escollos de las etapas anteriores. Y al parecer esos propósitos no fueron conseguidos.
La investigación comenzó mal. Con toda razón, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, que analiza las conclusiones del caso, reprochó al órgano investigador el descuido, en el mejor de los casos, por el cual se alteró sustantivamente la escena del suceso: La posición del cadáver era una cuando fue visto por primera vez y otra cuando la misma persona que descubrió el cuerpo fue requerida horas después para formalizar su testimonio. Tan torpemente se procedió entonces, o con tan mala fe, que fue pisado uno de los casquillos de bala disparados por quien accionó el arma, con la consiguiente deformación e inutilidad de su examen.
Pero fue peor la modificación del despacho perpetrada por los investigadores mismos, que en su afán de crear la noción favorable al suceso, sacaron los muebles y los colocaron en un set teatral en la propia oficina sede de la investigación. ¿Cómo conceder crédito, así, a los nuevos indicios encontrados por la fiscal en su diligente tarea? Halló, por ejemplo, restos de masa encefálica de la víctima en los guantes que tenía puestos. Pero entre el 19 de octubre del 2001 y julio del año siguiente pudo perfectamente manipularse el cadáver y las prendas encontradas en el lugar de la inmolación.
Como en las primeras etapas, consolidar la versión del suicidio requirió de los investigadores deturpar a la víctima, destruir su imagen pública, que fue proyectada no por ella misma, renuente más bien a figurar, sino por los testimonios de quienes la acompañaron cercanamente en sus labores en defensa de los derechos humanos. Ha sido noblemente oportuno, así, el gesto del ombudsman capitalino, Emilio Álvarez Icaza, de imponer el sábado mismo el nombre de Digna Ochoa al auditorio de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal. Es un testimonio ético diametralmente opuesto al retrato surgido de la nueva investigación, de una mujerzuela manipuladora y mentirosa.