Mañana, por segunda vez en este período, México asume la presidencia del Consejo de Seguridad de la ONU, o lo que queda de ese organismo dado el cotidiano desdén que desde el 17 de marzo le asesta el gobierno de los Estados Unidos. Si contiene alguna sustancia el discurso que propone recuperar la autoridad de aquel organismo internacional, no debe escatimarse ningún esfuerzo para lograrlo. En esa dirección, el propio secretario de Relaciones Exteriores, Luis Ernesto Derbez debería ocupar durante abril la silla de la representación mexicana.
Formalmente es posible que lo haga. Los cancilleres se sientan en el Consejo siempre que lo juzgan necesario. Ni siquiera deben dar aviso al Consejo, pues son delegaciones nacionales las que están acreditadas. El propio Derbez ha acudido ya a ese órgano. Lo consideró tan importante que se presentó en la sesión del lunes 20 de enero, apenas cinco días después de que fue colocado a la cabeza de la cancillería, el miércoles 15.
Hasta ahora, el Consejo de Seguridad aparece pasmado, sorprendido todavía, desconcertado hasta la parálisis después de que el presidente Bush lo hizo a un lado al anunciar y comenzar una guerra a que el propio Consejo estaba dispuesto a acompañarlo, siempre y cuando se atuviera a reglas admitidas por el propio gobierno de Washington. Luego entonces, las sesiones de abril deberán dirigirse a la reconstrucción del Consejo mismo, víctima de los cohetes norteamericanos aun antes de que empezaran a ser disparados. El gobierno mexicano puede empezar a convertir en hechos sus palabras en favor de la paz, atribuyéndole el mayor rango posible a su representación en aquel órgano.
México logró que 138 países votaran en su favor para ocupar durante dos años un lugar en el Consejo de Seguridad. Tiene, por eso, una responsabilidad ante sus electores, más de dos tercios del total de los integrantes de la ONU. Debe contribuir de modo eficaz a la recuperación de las atribuciones del Consejo, especialmente las de la preservación de la paz. Durante abril, la palabra de orden en ese órgano debe ser el cese al fuego en Iraq, condición indispensable para que la furia bélica que en este momento se concentra en territorio iraquí, no se propague al vecindario y luego al mundo entero. Para el logro de esos fines, para encarar la responsabilidad con los países que lo eligieron, México debe dar una señal de que está consciente de la elevada responsabilidad en que las circunstancias lo colocaron no sólo al tener un sitio en el consejo sino al presidirlo precisamente en esta grave coyuntura.
Adolfo Aguilar Zínser tiene la confianza de Derbez y del presidente Fox.
Retirado formalmente de la cancillería su malqueriente Jorge G. Castañeda, antaño su querido amigo, Aguilar está fortalecido en el ámbito interior.
Pero, según él mismo se ha encargado de propagarlo, no es bien visto por el gobierno de los Estados Unidos, que habría llegado hasta el punto de proponer su remoción. Ningún disparate sería mayor que acceder a esa presión y hacerlo partir hacia otra responsabilidad. Pero en la cancillería debería reflexionarse si la delegación permanente podrá encarar la presidencia abrileña con la eficacia necesaria siempre, e imprescindible durante el mes que comienza mañana. Independientemente de sus condiciones personales, Aguilar Zínser podría ser disfuncional en el empeño de conciliar intereses y voluntades, en un momento en que las posiciones se polarizaron.
El embajador permanente está dotado de muchos atributos, que contra lo que algunos pensamos se han acrisolado en los 14 meses que dura ya su actual desempeño. Pero padece un defecto que en este momento puede volverse contra las necesidades de reconcertar los acuerdos que traigan la paz y devuelvan al Consejo su propia eficacia, por precaria que sea. Su protagonismo ha hecho que la posición mexicana en esta coyuntura sea identificada con su talante personal. Es útil que permanezca en su puesto, a despecho de objetivos ajenos a los del gobierno mexicano. Pero sería lesivo que una presidencia ejercida en medio de fricciones o de al menos debate y suspicacias concentrara así sea un miligramo de la energía que debe fluir en la ONU en esta hora delicada.
No corramos el riesgo de banalizar la exigencia mundial de cerrar el curso a la barbarie. Quienquiera que conserve una mínima sensibilidad se horroriza con las escenas de muerte y destrucción que a pesar de todo algunos medios de comunicación ponen delante de nuestros ojos. Pero admitamos, sin conceder, que no se trata de sensiblería sino de intereses reales que deben ser armonizados en su propia lógica. Al resto de las naciones, a la Gran Bretaña misma, debe quedar claro el abrumador riesgo de reconocer a Estados Unidos el papel de potencia rectora de los destinos de la humanidad, sin erigir en torno suyo mecanismos que lo contengan y eviten que su arbitrariedad y su conveniencia sean la base para consumar guerras de cualquier género y especialmente las de carácter preventivo.
El gobierno de Washington invadió a Iraq a partir de dos supuestos que han resultado falsos. Bagdad no posee armas de destrucción masiva (hasta el domingo al mediodía no había evidencias de que contara con ellas y mucho menos de que las empleara). Y los iraquíes no saltaron jubilosos a recibir a sus salvadores. Al contrario, los están matando en respuesta a los muertos que causan los invasores. Una guerra así debe concluir antes de que empeore. La ONU debe hacerla cesar.