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Plaza pública/El poder de la quimera

Miguel Ángel Granados Chapa

Suele decirse que la realidad supera a la ficción. No es infrecuente, sin embargo, que una y otra se empaten y se alimenten recíprocamente sin menoscabo ni acrecentamiento de una y de otra, en una exacta aplicación del modo de Lavoisier: nada se crea, nada se pierde, todo se transforma.

Así se manifiesta en la más reciente novela de Francisco Prieto, que está comenzando a circular. El autor toma personas y hechos precisos de la vida real, que no pierden su identidad al ser sometidos a su arte literario, sino que se enriquecen y adquieren perfiles más nítidos. Por eso es posible saber de quiénes habla Prieto y es imposible y además innecesario, cuáles atributos y cuáles vicisitudes ocurrieron en un tiempo histórico a personas de carne y hueso, que tuvieron un lugar eminente en la vida pública de nuestro país no hace muchos años.

Es posible leer la novela de Prieto desde varios miradores. Yo adopté, como lo hará la mayor parte de los lectores, supongo, el punto de vista político.

Porque como su nombre lo indica, la obra de Prieto es una alegoría del poder, del modo en que se ejercía la presidencia imperial y de algunas de sus consecuencias nefastas, para la sociedad general y para algunos protagonistas en particular. El hilo principal de la trama de El poder de la quimera, es el del ascenso y la caída de una mujer, Adela Fuentes testigo y beneficiaria de la omnipotencia presidencial y luego su víctima. Es, por eso, una condena al sistema político que endiosaba al Presidente y luego lo hacía añicos y se ensañaba con especial crueldad, por hipocresía e impotencia en quienes había ejercido vicariamente alguna parcela de aquel poder.

Adela Fuentes es una estudiante de Física que se asoma a las tesis revolucionarias durante la movilización de 1968, pues brevemente acompaña, política y amorosamente a Jordi Serrano, líder del Comité Nacional de Huelga. Pero casi sin solución de continuidad se casa con el hijo del presidente Pérez, desde cuya posición ingresa a la esfera política contraria, la de los altos cargos en la administración. Pero cuando el futuro candidato Gómez la tiene cerca, el deseo los junta y el poder los amalgama. Ella queda situada en un plano superior al de las favoritas de la época de los Luises, pues ellas reinaban desde la alcoba y Adela lo hizo en la cama y en los escritorios, incluido el de una secretaría de Estado.

La expropiación bancaria se habría decidido, así, no en la quietud del gabinete que permite sopesar los términos de un paso trascendente, histórico, generador de múltiples efectos, sino al calor de la pasión sexual, como una extensión del poderío físico amoroso de que se ufanaba Gómez.

También tenía ese origen la conversión de la amante en parte de la primera pareja presidencial, que no necesitó proclamarse tal para que todos conocieran sus alcances. Todo aquel que se prosternaba ante el Señor tenía que hacerlo también y como aduana previa, ante la Señora, que con esa advocación actuaba aunque careciera de los títulos formales respectivos.

Cuando Gómez se fatigó de Adela, la puso al margen, no sin un doble y generoso pago de marcha: al puesto en el gabinete que por su propia naturaleza se hizo público y el regalo de un anillo de diamante y dos collares de esmeraldas, con una sugerencia probablemente acatada: “Con eso tendrías, si los vendes, para pasar a toda madre el resto de tus días”. Al concluir su reinado, Gómez se sumergió en la ignominia creciente. Quienes lo adoraron lo sometieron a sobajamientos crecientes, a los que él contribuyó con su propia degradación. Terminó casado (en la novela allí se detiene ese episodio y no se recogen las secuelas envilecedoras de la vida real) con una bailarina que lo humilló al extremo, modo único de reencontrar el deseo.

Inconsciente de la causa verdadera de su entronizamiento, la protagonista del episodio real anunció, al concluir el período en que compartió el poder presidencial, que continuaría en el servicio público. Era vana su ilusión, No conocíamos entonces el Sida, por lo que puede decirse que fue rechazada con horror, como leprosa. Un esbirro del nuevo tlatoani le recordó “que había sido la amante del Presidente, que el país había quedado en bancarrota, que era necesario guardar las apariencias”.

Todas las puertas se le cerraron. Fue repugnante la aversión que de pronto sintieron hacia ella quienes poco antes la adulaban y la deseaban temerosos de que su avidez los delatara y habían aprovechado su cercanía.

En la vida real, el sucesor de quien en la novela se apellida Gómez había escenificado dos gestos de sumisión abyecta, para asegurarse que sería ungido con el poder: hizo subsecretarios al hijo del Presidente y a su amante, antes de que ella ascendiera su último escalón. Y conseguido su propósito, apenas pudo los arrojó a las tinieblas. Los hechos de la vida real que Prieto amasó para su novela corresponden a un pasado que se ha ido, pero no del todo. Ignorantes de la astronomía política, hay quienes suponen que la Luna tiene brillo propio y no que recoge la luz del Sol. Dicho de otro modo, se insiste en ignorar que la Presidencia es un poder que la Constitución reserva a una sola persona.

Por debilidades de cualquier género puede que haya quién lo comparta y aun se afane de ello. Pero de esa deformación no surgirá un poder real, la Luna no se convertirá en Sol. Quienes hoy la adulan, que preguntan por qué no si lo merece, formarán la jauría rabiosa que la acaben a dentelladas.

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