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Plaza pública/Embajada en Berlín

Miguel Ángel Granados Chapa

Menos de un mes duró la vacancia de la embajada alemana en México: el señor Wolf Ruthart-Born se fue el 7 de julio y hoy, 4 de agosto, su sucesor Eberhard Kšlsch presentará sus cartas credenciales al presidente Fox. En contraste, la sede diplomática de nuestro país en Berlín carece de titular desde hace varios meses. Hace dos, al comenzar junio, fue nombrado Jorge Castro Valle, un competente profesional del servicio exterior. Pero su designación no ha sido ratificada por la Comisión Permanente del Congreso de la Unión, que quizá lo haga apenas mañana.

El órgano legislativo no objeta, no podría hacerlo, al embajador designado. Como su padre don Alfonso, que perteneció al cuerpo diplomático mexicano durante 42 años (y fue desde tercer secretario en China hasta embajador en Suecia), Jorge Castro Valle ha sido miembro del servicio exterior desde hace treinta años y su desempeño ha sido bien calificado. Pero antes de la ratificación los legisladores quieren, y no la han recibido, una explicación de la frecuencia con que ha mudado la representación mexicana en Alemania. Castro Valle será el tercer embajador en lo que va de este sexenio. Tres jefes de misión son muchos cuando esta administración apenas dura dos años y medio (y considerando que uno anterior, Juan José Bremer, permaneció en aquel país de 1991 a 1998).

No obstante la importancia de las relaciones entre México y Alemania (sobre todo, pero no sólo, de índole económica), la cancillería a cargo de Jorge G. Castañeda designó embajadora a una debutante en ese rango, Patricia Espinosa (homónima de la ex diputada panista y hoy presidenta del Instituto Nacional de las Mujeres). A mediados del año pasado fue trasladada a Viena, para lo cual fue preciso remover a la prestigiada y experimentada Olga Pellicer. Y es que la embajada en Berlín fue utilizada, vista su importancia, para mitigar en algo el abrupto, desdeñoso e injustificado cambio de destino asestado a Jorge Eduardo Navarrete.

Adolfo Aguilar Zínser fue inopinadamente designado representante de México en la ONU y de modo apresurado desplazó en enero del año pasado a Navarrete. Aunque ingresó al servicio exterior desde arriba, como embajador con nombramiento político, de Echeverría, después de treinta años Navarrete era un diplomático en plena forma.

También había sido subsecretario de Relaciones Exteriores y, vista la decisión de la cancillería de buscar un lugar para México en el Consejo de Seguridad de la ONU, fue exitosa su participación en el proceso que finalmente tuvo el desenlace deseado por Castañeda. Pero en vez de que Navarrete continuara por ese entre otros muchos méritos al frente de la embajada ante Naciones Unidas, simplemente se le cambió de lugar, como se hace con un mueble. Demoró mucho, como ahora mismo, la formalización de su traslado a Berlín, a donde llegó en mayo del año pasado. En ese lapso se produjo el relevo en la cancillería. Y si ya durante la estancia de Castañeda en ella personas como el subsecretario Miguel Marín Bosch se habían separado del servicio, por incompatibilidad con la doctrina prevaleciente, la situación creada por la llegada de Luis Ernesto Derbez, cuestionado por los profesionales por su inexperiencia en el ramo y sin las credenciales académicas de Castañeda que también la padecía, provocó la salida de representantes de la tradición diplomática, como la propia Olga Pellicer, el subsecretario Gustavo Iruegas y el embajador Navarrete.

No conozco los motivos de este último para dar por concluida su misión. Aunque es también economista, y el peso principal de la relación entre México y Alemania se expresa en inversiones y créditos, quizá Navarrete echó de menos un estilo de representación que, sin tener los perfiles nítidos de Itamaratí (la escuela brasileña del servicio exterior) había adquirido una identidad que, por unos motivos con Castañeda y otros con Derbez, está en trance de perderse.

Espíritus flexibles y abiertos como el de Navarrete no deploran las mudanzas que las circunstancias imponen ni imaginan nostálgicos que todo tiempo pasado fue mejor. Pero sí reclaman el que se mantenga un tono, una prestancia que viene de no confundir las embajadas con las agregadurías comerciales. No ha de ser fácil para Derbez el desempeño de sus funciones y no sólo a causa de que carezca de carrera en el campo que encabeza. Aunque Castañeda acaba de decir socarronamente en Washington que se había abstenido de viajar a esa ciudad “para no complicarle la vida a nadie”, es claro que su activismo personal ha de aparecer como un estorbo o una presencia incómoda en la cancillería.

El ex secretario, como estuvo previsto siempre, no ha perdido cercanía con el presidente Fox, que le encarga tareas no sólo relacionadas con la política interior, como ser su contacto con Elba Ester Gordillo (a quien Fox “adora”, según dijo Castañeda a The Wall Street Journal). Un secretario como Derbez, que insistió en la disciplina con que acató la decisión presidencial de transferirlo de Economía a Relaciones Exteriores, no puede ignorar cuánto y en qué zonas está acotada su propia actuación por su antecesor.

De modo que difícilmente puede el subsecretario para Europa Enrique Berruga, nombrado por Castañeda, ofrecer a los legisladores una explicación coherente sobre las mudanzas en la embajada mexicana en Alemania. Problemas internos de la cancillería son la causa de esa veleidad, impropia en una relación que México debe apreciar y mostrar que aprecia.

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