Un gran logro de la Fiscalía especial que averigua los crímenes de la guerra sucia fue contrarrestado el mismo día en que se emitió, a instancias suyas, la primera orden de aprehensión contra un jefe policíaco que hizo desaparecer a un presunto guerrillero: fue asesinado brutalmente un testigo de ese género de crímenes, que ya había aportado información pero testificaría de nuevo.
El miércoles pasado, la jueza federal María del Carmen Razo ordenó en Chilpancingo la aprehensión del ex comandante de la policía judicial de Guerrero Isidro Galeana Abarca, acusado de privar de la libertad a Jacob Nájera Hernández. La víctima, a quien se imputó ser parte de la insurgencia armada, miembro de la guerrilla de Lucio Cabañas, fue capturado en su casa un día de septiembre de 1974, y nunca se le sometió a proceso.
Ese es precisamente, hay que recalcarlo cada vez, el tipo de delitos que averigua la fiscalía especial cuyo titular es Ignacio Carrillo Prieto: el Estado tenía responsabilidad de enfrentar a quienes se habían levantado en armas en los años setenta y castigar los delitos que en su alzamiento cometieron. Pero innumerables veces sus agentes, encargados de hacer valer el derecho, lo infringieron con brutalidad. Se trata de establecer hoy esos delitos y hacerlos castigar.
Galeana Abarca no cumplió con su deber. Lo habría hecho si tras la detención de Jacob Nájera lo hubiera puesto a disposición del ministerio público. Pero simplemente lo hizo desaparecer. Por eso, más de un cuarto de siglo después de su delito, se ha ordenado su captura. Hasta ayer lunes no había sido aprehendido, no obstante que sus familiares admiten que se halla enfermo en su domicilio.
Meses atrás la fiscalía especial había solicitado otras órdenes de aprehensión, en Monterrey, contra un agente judicial de Nuevo León y dos ex titulares de la Dirección Federal de Seguridad, la policía política del régimen autoritario. El juez federal requerido negó la orden de aprehensión, con el falaz argumento de que el delito de que se acusa a los inculpados —también privación ilegal de la libertad— se había consumado en el momento de la detención, y por lo tanto había ya prescrito. La Suprema Corte de Justicia emitió un valioso criterio en sentido contrario: determinó que en ese delito el término para la prescripción sólo empieza a medirse a partir de la aparición de la víctima. Tras esa definición, devolvió el expediente al tribunal unitario que conoció la apelación del ministerio público, que está dejando correr el tiempo antes de manifestarse sobre la aprehensión misma, derrotado ya el torpe criterio de la prescripción cumplida. La jueza federal de Chilpancingo, en cambio, adoptó esa decisión para fundar la orden de aprehensión contra Galeana Abarca.
Pero ese mismo miércoles ese preliminar avance de la justicia se vio nublado por el violento asesinato de Horacio Zacarías Barrientos. Un grupo de tiradores disparó en su contra y le infirió al menos ocho heridas de bala que le causaron la muerte. Aunque es posible que se trate de un crimen común y corriente, de los que por desgracia abundan en Guerrero (que conserva su triste fama de violencia homicida), lo cierto es que no se puede desconectar el ataque mismo de la oportunidad en que ocurrió y la personalidad de la víctima.
Hace cerca de treinta años, Zacarías Barrientos fue capturado por tropas del Ejército mexicano. Aunque no se le consignó ante el ministerio público, se le forzó a colaborar en la identificación de campesinos pertenecientes a la guerrilla de Lucio Cabañas, en el municipio de Atoyac de Álvarez, foco de la insurgencia armada en esa época. Mucho tiempo después, cuando la Fiscalía abrió una oficina en Guerrero, Zacarías Barrientos ofreció espontáneamente información sobre lo acontecido. Parte de su testimonio sirvió para configurar la acusación contra los jefes policíacos y militares que practicaron la guerra sucia en esa entidad. Aunque no hay indicaciones precisas sobre la causa de su asesinato, pues la Procuraduría local no traduce en acción eficaz las buenas intenciones que manifiesta, el hecho mismo de que un testigo de la guerra sucia haya sido ultimado (y quizá sujeto a tortura, como indican algunas informaciones) intimidará a quienes pudieran compartir sus vivencias e informaciones con la autoridad federal, y estorbará por lo tanto sus actuaciones.
Éstas son más urgentes cuanto mayor evidencia de brutalidad policíaca aparece en el curso de sus investigaciones. Como parte de la indagación documental que constituye buena parte de sus tareas, la Fiscalía especial halló un reporte recibido en la Dirección Federal de Seguridad en 1974, donde se relatan espeluznantes crímenes cometidos o consentidos por dos generales con autoridad en la región. El informe del agente Isaac Tapia Segura, fechado el 18 de junio de aquel año, establece con claridad que luego de obtener información de los guerrilleros de Lucio Cabañas detenidos por tropas militares, “les dan a tomar gasolina, prendiéndoles fuego y abandonándolos en lugares solitarios, donde aparecen desfigurados por los efectos del fuego, independientemente de dispararles sus balazos”.
El informe, recibido en la oficina del titular de la DFS, no generó ninguna acción correctiva. Los generales involucrados son Salvador Rangel Medina, hoy retirado y entonces comandante de la 27a. zona militar, y Francisco Quirós Hermosillo, juzgado en el fuero militar desde hace un año por la desaparición de 22 guerrilleros.