Convocó el Instituto Federal Electoral —a cuyo consejo tuve el honor de pertenecer, de 1994 a 1996— a un seminario sobre “transición y consolidación democrática”. En una de sus mesas se trataba de revisar, a mi entender, el papel de los medios de comunicación en la segunda fase mencionada en el título del evento. Es decir, de qué manera contribuyen a que se consolide en México la democracia.
Al referirme a la televisión, concluí que sus aportaciones, que fueron minúsculas o inexistentes en la génesis del cambio político ocurrido en las décadas recientes, no son mayores en la consolidación. Al contrario, su propia naturaleza puede hacerla un factor de retracción de la vida democrática.
Eso es así especialmente por lo que hace a la publicidad política, que tiene dos defectos: es pobre y es cara. Y por eso reiteré una propuesta que circula de tiempo atrás y que se basa, amén de nuestra propia experiencia, en la de otros países. Propuse la cancelación, la prohibición de pagar publicidad política en la tv. Por supuesto la propuesta no incluye el abandono de ese medio de difusión para fines políticos. Se trata sólo de que no haya espacios pagados en las campañas políticas.
La democracia electoral supone el debate de las ideas. La ley demanda a los partidos, como primera providencia ante los comicios, que registren su plataforma electoral. Antes de las coaliciones y las candidaturas, los partidos deben comunicar a la autoridad electoral qué propuesta presentarán a los votantes. No se trata de un trámite estéril, sino de una porción sustantiva del proceso democrático. Si la libertad de voto, uno de los derechos políticos eminentes, tiene algún sentido es porque entraña la posibilidad de optar entre varios candidatos, sostenidos por diversos partidos, que enarbolan diferentes visiones de la vida nacional y los consiguientes métodos para alcanzar las metas implícitas o derivadas de aquellas visiones.
Es así que el camino idóneo para la difusión de esas propuestas son las campañas electorales. Pero debido al alcance de la televisión, el medio que llega a los más amplios públicos, sus ondas son la ruta preferida por los partidos. Y la naturaleza del medio, y sus costos, fuerzan a que los mensajes enviados por los partidos duren apenas unos segundos, sean meros destellos de luz con algunas sumarias imágenes. Éstas sustituyen de ese modo a las ideas. El talento de los mercadólogos, de los creativos (como se llama en la jerga publicitaria a quienes con razón nadie se atreve a llamar creadores), reemplaza a los méritos de los pensadores, de los ideólogos. La simplificación a que obliga la brevedad del mensaje publicitario se convierte en simplonería, para beneficio de los partidos comodones que, careciendo de posición propia, van adosándose a otros por la pura conveniencia electoral. Si piensa usted, ente ellos, en el Partido Verde no es coincidencia sino insinuación deliberada.
Durante casi todo el siglo pasado México vivió al margen del debate democrático. La existencia de un partido dominante casi único excluyó la contienda electoral y por lo tanto el eficaz cotejo de los proyectos y programas partidarios. La discusión, cuando la sociedad embarneció y se sintió sofocada por rígidas formas políticas, era una discusión elemental; enteramente legítima, pero elemental: se limitaba a denunciar al régimen autoritario y de partido hegemónico, con el poder concentrado en el Ejecutivo.
En los años recientes, debido a un cada vez mayor y más organizado empuje de esa sociedad madura, hemos transitado a un régimen de contienda electoral más o menos equitativa, organizada por un árbitro confiable, cuyos resultados dieron lugar a una nueva distribución del poder. Se generaron así las bases para una deliberación democrática que busque, entre propuestas diversas y cotejadas, el camino que conviene a la nación.
Pero en la televisión ese debate ha sido sustituido por la difusión de spots. Las campañas constituidas por flashazos luminosos son, además, extremadamente caras. Eso, y la excesiva duración de los tiempos autorizados para la propaganda proselitista hace que aquellas campañas sean extremadamente onerosas. La mayor parte de los fondos partidarios se destinan a la promoción televisiva. Y como quiera que el financiamiento público es la fuente principal, cuando no única, de ingresos de los partidos, el pago de la publicidad política en la televisión resulta en una privatización del dinero público, una privatización que beneficia a un puñado de concesionarios.
A un sector creciente de la población irrita el alto costo del andamiaje electoral y el voluminoso financiamiento a los partidos. Es verdad que una raíz envenenada de esa inconformidad es la despolitización inducida, el deliberado desprestigio de la política, cuyo éxito suele conducir a la eliminación de la política, es decir de la democracia y la libertad. Pero también es cierto que ha crecido con desmesura el dinero fiscal entregado a los partidos, de cara a otras muchas necesidades ingentes. Suprimir la posibilidad de que éstos se anuncien por televisión permitiría disminuir sensiblemente su costo y procurar la eficacia de los remanentes.
Los concesionarios no reaccionarían de modo negativo necesariamente. Por un lado, es una reciente fuente de ingresos, y podrían adecuar sus finanzas a la situación previa al boom publicitario de los partidos. Y, como lo han hecho ante la prohibición de anunciar cigarros, entenderían la alta motivación de la medida.