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Plaza Pública/La decepción norteamericana

Miguel Ángel Granados Chapa

El primero en hacernos saber el sentimiento del gobierno estadounidense frente a la posición mexicana relativa a Iraq fue el propio presidente Fox. Al narrar una conversación telefónica con el presidente Bush dijo que éste se había declarado decepcionado por la postura mexicana. Quizá la expresión fue más dura: El embajador Antonio Garza explicaría después que el sentimiento de que se trata se expresa con la palabra disappoint, que es más que decepción: Frustración ante un engaño, una esperanza fallida.

Cualquiera que sea su sentido, el término es persistente. Lo empleó de nuevo el secretario de Seguridad Interior de los Estados Unidos, el ex gobernador Tom Ridge, al encontrarse con el secretario de Gobernación Santiago Creel en San Diego, la semana pasada. Aunque lo utilizó para diluir los temores que algunos sectores padecen desde antes del 17 de marzo —cuando comenzó la era del unilateralismo norteamericano—, sobre presuntas represalias, la expresión del secretario Ridge muestra que aquel resentimiento es parte de la concepción oficial norteamericana sobre nuestro país y nuestro gobierno.

Se trata de una percepción que no corresponde a la realidad y en Washington la emplean porque es útil como fuente de presión. Por muchas razones, el gobierno de Fox está firmemente unido al del presidente Bush. Las semejanzas personales entre ambos son sólo un ingrediente mínimo en el menú de las compatibilidades entre los dos gobiernos. El abuelo de Fox vino de los Estados Unidos y durante quince años Fox trabajó para Coca-Cola que, más que un consorcio, es un aparato de propaganda y un credo, al que sin duda se afilió el ahora Presidente de la República. Él mismo es parte del segmento de la sociedad mexicana, cada vez más amplio, de quienes valoran a la nación vecina a tal punto que desearían integrarse a ella. Cuando el secretario de Economía Fernando Canales habla del ensamble económico con aquel país, que incluya una moneda única, no comete un desliz. Expresa un sueño que acarician amplias capas sociales, a que pertenecen los ex gobernadores Canales y Fox mismo.

Inmediatamente después del 17 de marzo, en que el presidente Fox se sintió en la necesidad, impulsado por las encuestas, de externar una posición que no había tenido que expresar en el Consejo de Seguridad de la ONU, su gobierno no ha hecho más que hacerse perdonar lo que a algunas sensibilidades pareció un exceso. En el propio Consejo de Seguridad, antes del primero de abril en que la delegación mexicana asumió la presidencia del órgano, y durante las cuatro semanas transcurridas desde entonces, la posición mexicana se ha singularizado por discreta y tenue. Puesto que en buena medida se parapetaba tras la posición francesa, cuando el gobierno de París se ha rendido ante los hechos consumados, el de México hace el tancredo, esa suerte taurina que basa en la inmovilidad rígida la posibilidad de que el burel ni siquiera perciba la presencia del torero. Y cuando en Ginebra se expuso, más como un desafío político que como una iniciativa jurídica viable, una moción para poner a Estados Unidos en el banquillo de los acusados por violar derechos humanos en Iraq (comenzando por el hecho mismo de atacarlo militarmente al margen de la legalidad internacional), la delegación mexicana se apresuró a inhibir esa posibilidad, con el mismo entusiasmo con que votaría contra las violaciones a los derechos humanos en Cuba.

La decepción norteamericana es injusta además, carece de base, porque no reconoce el enorme valor que aporta México a su seguridad nacional, al contribuir al firme resguardo de su frontera sur. Sobre todo después del 11 de septiembre, el riesgo de un ataque terrorista desde el exterior se ha hecho presente en la vida norteamericana. (Terrorismo interno lo ha habido desde mucho tiempo atrás, y muy probablemente exacerbar la atención sobre el que viene de fuera contribuirá a fortalecer el de dentro). En esa perspectiva, tener bien guarnecidos los flancos es una prioridad para el gobierno de Washington. Puede hacerlo a solas respecto de sus litorales. Pero sus fronteras requieren ser resguardadas no sólo con sus propias fuerzas sino en pleno acuerdo con sus vecinos, respecto de ninguno de los cuales mantiene Estados Unidos, realmente, reserva alguna.

Canadá y México son leales vecinos de la mayor potencia mundial, y aunque ninguno de los dos coincidió con Bush en su decisión unilateral de atacar a Saddam Hussein, se han erigido en baluartes de su seguridad fronteriza. Por cierto que Canadá recibe menos reproches de Washington que el gobierno mexicano, lo que se explicaría porque, al no pertenecer al Consejo de Seguridad su posición era menos relevante y también porque los dirigentes norteamericanos le conceden, estructural y coyunturalmente un trato de igual a igual.

Si los mexicanos incurriéramos en la puerilidad que muestran los personeros norteamericanos al invocar todavía la decepción norteamericana y expresáramos el mismo sentimiento, tendríamos un vasto repertorio de hechos en qué basarnos. Pero, lejos de ese infantilismo, nos toca atenernos a la realidad presente, no para resignarnos sumisos al avasallamiento de nuestro omnipotente vecino, sino para hacerle saber que tenemos derecho a ser nosotros mismos. La afirmación de nuestra identidad nacional no tiene que hacerse con cargo a la amistad que por convicción y conveniencia hemos de desarrollar con la potencia vecina, cuya seguridad nos importa.

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