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Plaza pública/Locuacidad presidencial

Miguel Ángel Granados Chapa

El presidente Fox lleva consigo a su principal enemigo. Es su imperiosa e incontenible necesidad de improvisar, de ofrecer sus impresiones sobre todo género de asuntos. Parece no ser el Jefe de un Estado cuya palabra tiene peso político, sino un mal lector de periódicos que, por lo mismo, se forma ideas apresuradas sobre las cosas, sin añadir a su conciencia elementos de juicio que le permitan ponderar los acontecimientos.

Su inclinación al habla fácil se ha hecho especialmente notoria en sus frecuentes viajes al exterior. Quizá está presente siempre pero adquiere una mayor nitidez en sus giras foráneas. Tanto es así que en una medida innecesaria e inútil, el Congreso sintió la pertinencia de solicitarle formalmente menor locuacidad. Digo que es inútil porque nadie sino él mismo puede evitar o mitigar su propia verborrea. Si cuando obedece a un texto escrito ha cometido deslices -aunque es claro que en otras oportunidades leer sus discursos le ha permitido adoptar posiciones brillantes-, con mayor razón se equivoca o engaña al improvisar.

Así le ocurrió ayer en Munich, en una de las etapas finales de su enésima gira europea. Tal vez porque cuando se planeó este viaje estaba ya en curso la renuncia del canciller Jorge G. Castañeda, nadie tuvo en cuenta el enrarecido ambiente internacional en que ocurriría este recorrido. Tal como ocurrió con su viaje de octubre de 2001, en que las mentes y las conciencias estaban estremecidas por los atentados de Nueva York y Washington, y había apenas espacio para atender las relaciones bilaterales de los países visitados con el nuestro, también ahora una preocupación central dejaba de lado los acontecimientos de la diplomacia ordinaria. El Consejo de Seguridad de la ONU se reunió dos veces esta semana, y en medio de ambas sesiones el presidente Bush dio su discurso a la nación, todo lo cual giró en torno de la inminente guerra contra Iraq o el amago activo que Estados Unidos lanza sobre el régimen de Bagdad. La diplomacia de los países europeos se concentra ahora en ese conflicto, como lo mostró la abrupta y apresurada conclusión de la conferencia de prensa en Berlín, donde el canciller Gerhard Schroeder restó importancia a la presencia de su visitante, ante el interés de los periódicos germanos por la actitud de su Gobierno frente a la eventual guerra contra Saddam Hussein.

El atolondramiento con que formuló el Presidente una apreciación sobre el problema indígena de México tuvo esta vez, quizá una explicación. Un grupo de estudiantes de la universidad Von Humboldt, en Berlín, lo zahirió injustamente. De manera destemplada, infantil pero sobre todo inexacta, esos activistas, mexicanos y alemanes, lo tildaron de asesino. Nada menos acertado para caracterizar la política foxista que asestarle esa acusación. Desde ningún mirador se puede sugerir que alguno de sus actos haya tenido consecuencias letales, salvo que se trace un razonamiento absurdo y elíptico que atribuya las muertes de recién nacidos en Comitán o Tapachula, o los muertos en San Juan Chamula a la insuficiente atención que el Presidente ha tenido para los problemas estructurales de Chiapas, no hay motivo alguno que aporte base mínima a esa descalificación.

Pero al expresar su irritación por el insulto, y en busca de argumentos que lo presentaran como no sólo ajeno a los males chiapanecos, sino como combatiente contra ellos, Fox habló de una ley de cultura y derechos indígenas “de vanguardia”. Incurrió una vez más en el error, frecuente en él y en otras muchas personas, de llamar ley a una reforma constitucional. No es por mera quisquillosidad que sea debido precisar de qué se trata. Si fuera de verdad una ley, sus defectos serían corregibles con menor dificultad y, sobre todo, sería ya aplicable, y sus aciertos estarían contribuyendo a mejorar la suerte de sus destinatarios. Pero al tratarse de un conjunto de enmiendas constitucionales, su concreción en actos jurídicos no ha sido posible, porque faltan diversos pasos legislativos y de ejecución. De modo que los méritos que el Presidente quiso atribuir a la ley están ni siquiera en su cabeza, sino sólo en su boca, porque se trata de únicamente palabras.

Llamar vanguardista a la reforma constitucional revela un grave conformismo en el Presidente o lo muestra como olvidadizo. La reforma que elogió fue un grave revés para sí mismo y para su Gobierno. A menos que se trate de un doble lenguaje, en que hubiera dicho lo contrario o algo distinto de lo que en verdad se proponía, debemos recordar que el Presidente presentó un proyecto que el Senado primero y luego la Cámara desdeñaron y adulteraron. Se dirá que quizá el Presidente reconoció que su propuesta no era la idónea y que el Congreso la corrigió en buena hora. Pero el Presidente no sólo sufrió una derrota legislativa -lo que pudo haber asimilado con espíritu deportivo- sino que el proceso parlamentario y su resultado destrozó el frágil vínculo de entendimiento que había surgido entre el Gobierno por un lado y por el otro el zapatismo armado y la representación más genuina y numerosa de los pueblos indígenas.

La reforma constitucional en materia indígena fue un gran fracaso para Fox. No tiene nada de vanguardia. Es seguro que el Presidente hubiera padecido al intentar responder, si alguien lo solicitara, enumerar los rasgos que le dan ese carácter a “la ley indígena”. No podría citar uno solo, porque el texto constitucional no los contiene y porque él no lo conoce.

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