A la cabeza de quienes en nuestra opinión son los personajes del año, presentamos hoy una semblanza de Andrés Manuel López Obrador, primer lugar en el Popularómetro de Reforma, y candidato presidencial preferido en casi (y empleo el adverbio por cautela, por si acaso algún dato en sentido contrario se me escapa) todas las encuestas. En aquel medidor de las opiniones favorables, el jefe del Gobierno de la ciudad de México no sólo recibe el mayor porcentaje de ellas, sino también la menor tasa de lo contrario, de opiniones desfavorables.
Si bien entre septiembre y diciembre su índice de popularidad disminuyó levemente (de 59 a 56 por ciento) hay que tener en cuenta que aquel punto ha sido el más elevado de los registrados hasta ahora. A diferencia de Fox, que al concluir su primer trimestre de Gobierno estaba en el pináculo del asentimiento público, el jefe del Gobierno capitalino comenzó en 39 por ciento en febrero de 2001 y aun descendió a 37 en agosto siguiente y hasta 36 por ciento en marzo del año pasado. Pero a partir de ese profundo valle, no ha hecho más que subir.
Aunque el público señala algunas de sus acciones de Gobierno como la causa de su apoyo (la firme decisión de ejecutar obras necesarias; o sus programas en beneficio de personas desvalidas como los ancianos), parece que la fuente principal del asentimiento público radica en la personalidad misma de López Obrador, en su estilo tan distante del funcionario que la sociedad ha padecido, todo él prepotencia y arrogancia.
Ese estilo está unido a una convicción de naturaleza republicana. El jefe del Gobierno rige en amplia medida su conducta personal por el ejemplo de Juárez. Le importa, entre otras cosas, atenerse a la “honrada medianía” en que a juicio de don Benito debían vivir los servidores públicos. López Obrador no ha hecho carrera pública para enriquecerse. No constituye eso su meta. Ni rodearse de los símbolos externos del poder. Por eso la gente en general le manifiesta su aprecio. Vivimos tal deformación de valores que ha llegado a convertirse en señal de status el tamaño del aparato de seguridad que rodea a funcionarios públicos, empresarios o ejecutivos, gente del espectáculo y de los medios de comunicación. Quien con neurosis acaso incurable quiere sentirse importante, quiere dar la impresión de que lo es, debe contar con una docena o más de guaruras que, en alerta agresiva de suyo, viajen en vehículos que precedan y sigan al del sujeto protegido.
Ante un despliegue de arrogancia violenta como el que así se manifiesta, la solitaria figura del jefe del Gobierno capitalino emerge como un agradecible contrapunto. El que circule desprovisto de una guardia personal insolente no significa que carezca en torno suyo de mínimas medidas de seguridad, sobre todo cuanto López Obrador se encuentra entre pequeñas o grandes multitudes. Lo que el público reconoce como valioso es que el funcionario no suponga que es necesario atropellar para significar su valía y que a su alrededor no haya quién practique ese menosprecio activo hacia la ciudadanía.
Ese talante humano de López Obrador le viene de su experiencia vital, de su carrera política. Es un hombre que ha vivido a la intemperie, es decir que ha padecido condiciones adversas y no busca rencorosamente superarlas mediante el encumbramiento económico que lo haga olvidar sus penurias. Su familia paterna tenía un sencillo modo de vivir, el propio de la clase media que necesita trabajar para subsistir. Y cuando López Obrador viajó a la ciudad de México, donde se formó profesionalmente (en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional) no se dejó ganar por el arribismo que no es infrecuente entre los universitarios que ven su carrera sólo como un mecanismo de ascenso social.
Por lo contrario, tan pronto como pudo volvió a Tabasco donde trabajó en una función pública de neto alcance social, el desarrollo de las comunidades chontales, desde el Instituto Nacional Indigenista. Allí se acendró su vocación política, que luego intentó desplegar mediante la reforma del PRI, a que pertenecía y cuyo comité estatal encabezó. Cuando esa misión fue imposible, el gobernador Enrique González Pedrero quiso compensar su esfuerzo ofreciéndole un cargo elevado en la administración local, la oficialía mayor, un puesto ambicionado por quienes confunden el servicio público con los negocios. López Obrador lo rechazó y volvió por un tiempo a la ciudad de México, donde tampoco lo ató un cargo en el Instituto Nacional del Consumidor.
Cuando percibió que podía contribuir en Tabasco a la revolución de las conciencias que generó Cuauhtémoc Cárdenas en 1988, el ahora jefe de Gobierno retomó la actividad local pero desde la oposición. A partir de entonces, promovió un movimiento democrático local que respondió a necesidades sociales y a urgencias políticas muy acusadas. Su imaginación y tenacidad le permitieron consolidar el PRD en su entidad natal y dar a sus ideas una proyección nacional que lo condujo a la presidencia de ese partido, al frente del cual estaba en 1997, el año de los mayores éxitos electorales del perredismo en todo el país.
Ya como jefe de Gobierno, su vinculación con la gente le ha permitido conocer de cerca sus necesidades y cumplir sus ofertas de campaña (entre ellas poner a discusión su permanencia en el Gobierno, cada dos años) y contribuir a que su partido arrasara en los comicios locales y federales en la ciudad de México el seis de julio pasado.