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Plaza pública/Oscilaciones priistas

Miguel Ángel Granados Chapa

Dentro de dos semanas, el lunes siete de julio, amaneceremos con los resultados de las elecciones federales y las locales en una decena de entidades. Nos haremos cruces entonces, como podemos hacerlo en realidad desde ahora por el destino del Partido Revolucionario Institucional, que como corresponde a un sistema de partido dominante es el eje de todo examen electoral, pues importa sobremanera establecer si perdura o decae. O todo lo contrario, como en realidad ocurre.

Los resultados priistas desafían a los prejuicios, analíticos o ideológicos, con que suele enfocárseles. Quienes supusieron que el PRI triunfaba sólo por efecto de la incultura política o el avasallamiento, encontrarán en las cifras capitalinas razones para refrendar sus opiniones. Pero quienes afirman que hay un priismo realmente existente, que se manifiesta victorioso aun en entidades donde no gobierna (y no puede, por lo tanto, poner a su servicio la maquinaria estatal) verán confirmadas sus hipótesis en Nuevo León y eventualmente en Querétaro, donde candidatos derrotados hace seis años se alcen con el triunfo.

La ciudad de México ha sido, desde hace mucho tiempo, rejega con el PRI. Ya en los años sesenta uno que otro distrito capitalino escapaba a la regla de la omnipotencia priista. Fue necesario en algún momento, por ejemplo, redistritar para impedir que la concentración del voto opositor hiciera visible la impugnación al modelo político que ya estaba desfasado del desarrollo estabilizador, que propiciaba la capilaridad social pero obturaba el ingreso de las clases en ascenso al ámbito de las decisiones políticas. Con todo, era manifiesto que la población capitalina, acaso por su mayor preparación política, por habitar el centro del poder educativo y de información, se mostraba rebelde al dominio priista.

No es sencillo y quizá hasta carece de significado, procurar establecer tendencias con base en las cifras de hace cuarenta, treinta y veinte años, porque lo probable es que se trate de números falsos o recogidos, en el mejor de los casos, con escaso rigor. Pero al menos entretiene echar la mirada atrás.

En 1988 la insurgencia electoral cardenista se expresó con toda evidencia en el Distrito Federal. En ese año por primera vez el PRI se quedó sin la mayoría de los votos. Obtuvo por sí mismo, eso sí, el porcentaje mayor, pero no era ya mucho más grande que los otros: apenas llegó al 27.61 por ciento, no lejos del 24.35 del PAN. Y ambos porcentajes quedaron sepultados por la avalancha cardenista: más del 45 por ciento, sumados los votos de los cuatro partidos que integraron el Frente Democrático Nacional.

El renacimiento de 1991 fue engañoso. El PRI llegó al 46.20 por ciento, más del doble del voto panista y muy por encima del fraccionado voto cardenista: en su primera elección federal, el voto capitalino del PRD llegó apenas a 12.18. El impulso de ese año y los anómalos factores presentes en 1994, todavía dieron una mayoría porcentual al tricolor, con 40.59 por ciento, contra 27.29 por ciento y 21.37 por ciento del PAN y el PRD.

Pero a partir de 1997 el PRI ha ido constantemente a la baja. Ya en ese año perdió todas las posiciones en juego: las 30 diputaciones federales, las cuarenta locales y la jefatura de gobierno, por primera vez en disputa. Tres años después, con la inclusión de las jefaturas delegacionales en la liza electoral, fue más abultada su derrota: de nuevo no alcanzó diputaciones federales ni cargos en la Asamblea Legislativa y perdió las 17 elecciones ejecutivas: 16 delegacionales y la que correspondió a Andrés Manuel López Obrador.

Las previsiones para dentro de dos semanas ratifican ese curso descendente. Aunque debamos repetir que las encuestas no son por sí mismas pronósticos, parece claro que el PRI no levantará cabeza. Y si bien es cierto que parece haber salvado el riesgo de convertirse en la cuarta fuerza partidaria de la capital, continuará en el tercer lugar en todos los distritos y delegaciones, salvo Milpa Alta en que mantiene el segundo lugar. Es previsible que el PRD y el PAN se queden con la mayor parte de los cargos en disputa. En la elección de diputados locales el PRI apenas alcanzaría el 13 por ciento de la votación (según los sondeos de un diario capitalino) y tal vez suba a 15 por ciento en promedio en las elecciones delegacionales y eso porque en Milpa Alta llega a 30 por ciento. Pero, en el extremo opuesto, la actriz Silvia Pasquel es la peor situada, pues sólo alcanza el siete por ciento de las preferencias electorales en Coayoacán. El arrogante Enrique de la Madrid, en Álvaro Obregón, comprueba en carne propia que no es lo mismo montarse en el carro completo como el que tripuló su padre, que trajinar en pos de un apoyo reticente: sólo alcanza el 20 por ciento de las preferencias, en Álvaro Obregón.

En cambio, en otras grandes metrópolis el PRI está en franco proceso de recuperación. Parece inequívoco que en Nuevo León José Natividad González Parás se resarcirá de su derrota de hace seis años ante Fernando Canales y a su vez la infligirá a Mauricio Fernández. En varios sentidos, Monterrey y la ciudad de México son aglomeraciones urbanas semejantes, con análogas características sociales y demográficas. Pero la conducta de sus electores se mostrará dispar en relación con el PRI. Aunque no son fenómenos exactamente comparables, porque en el DF no se elige gobernador y porque los candidatos tienen un peso considerable en la decisión ciudadana, hay que saber qué pasa.

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