El afán recaudatorio del fisco -con frecuencia torpe, tortuoso siempre- parece basarse en una tesis pragmática: ver si es chicle y pega. Cada año, antes, durante y después del intento de reforma tributaria redistributiva, Hacienda pretende nuevos gravámenes y supresión de exenciones y excepciones. Con frecuencia lo logra. Y aunque a veces el Congreso o los jueces mellan sus colmillos, algo de carne queda entre las fauces. Un notorio ejemplo, entre muchos, es el de las revistas y el Impuesto al Valor Agregado.
Hasta diciembre, como a los diarios y los libros, a las revistas se aplicaba tasa cero en el IVA, y los editores de esas publicaciones reclamaban la devolución de lo pagado a sus proveedores por ese concepto. Llevados por su vieja manía, el secretario de Hacienda y el subsecretario de Ingresos sacaron de ese régimen a las revistas, lo que equivalió a hacerlas pagar el 15 por ciento de IVA. Así fue aprobada la miscelánea fiscal.
Pero los diputados, en apariencia sensibles al incipiente reclamo de los editores, aprobaron un subsidio equivalente al nuevo gravamen. Mas no es un subsidio entregado lisa y llanamente. Se construyó con él un nuevo instrumento de verificación fiscal. Pero también se montó un riesgoso mecanismo de certificación, que entraña riesgos de censura y creará dos clases de publicaciones periódicas no diarias, las lícitas a secas y las que además están acreditadas.
El jueves pasado Hacienda emitió las reglas de aplicación de ese subsidio. Puesto que la Cámara Nacional de la Industria Editorial y no pocas revistas habían protestado contra el gravamen, y anunciado su decisión de acudir al juicio de amparo para protegerse de su iniquidad, Hacienda pareció responder a su inquietud y proclamó que daba solución a un problema. De ser así, no hubiera hecho más que remediar la enfermedad que ella misma causó.
Pero ni siquiera: la disposición aparecida en el Diario Oficial de 30 de enero no hace más que desarrollar, es decir complicar, la norma aprobada en el artículo 25 transitorio del Presupuesto de Egresos. Queda intacta todavía la zona más pedregosa del problema creado por el avorazamiento fiscal: no se conoce cómo cargarán los consejos nacionales de Ciencia y Tecnología y para la Cultura y las Artes con el envenenado regalo de fin de año que les endilgó la Cámara de Diputados.
Triunfante siempre, el fisco obtuvo ventajas con el nuevo mecanismo. Quienes soliciten el subsidio deberán “encontrarse al corriente en el cumplimiento de sus contribuciones fiscales”, lo que en buena hora deja fuera a evasores o morosos; y deberán acumular “para efecto del Impuesto Sobre la Renta el importe del subsidio que les será entregado”. Según la regla aparecida el jueves pasado, la operación será muy enredada: los beneficiarios “deberán proporcionar en la dirección electrónica del SAT... los montos acreditados del subsidio, así como la fecha en que se presentó la declaración del IVA en la que se realizó el acreditamiento, a más tardar el último día del mes en que se presentó la declaración mensual del IVA en que hayan acreditado el subsidio”. Clarísimo,¿no?
Los diputados habían buscado ir más allá de ese mero propósito recaudatorio y erigieron este subsidio en instrumento de política cultural, sólo que sin base alguna de sustentación. Tras generar el mal, pretendieron aliviarlo “con la finalidad de promover la lectura de revistas de calidad dedicadas a la cultura, al análisis y seguimiento de la vida nacional en materia política, económica y social, así como a la investigación científica y tecnológica”. Sólo que esa calidad requiere ser acreditada. Conaculta lo hará con “las revistas de tipo cultural y las especializada en análisis político, económico y social”, mientras que el Conacyt lo hará respecto, obviamente, “de las revistas científicas y tecnológicas”.
No se sabe cómo procederán esos órganos para cumplir su cometido, pero Hacienda sólo pagará el subsidio a quienes aparezcan en la lista de las publicaciones acreditadas, lista que, véase este maravilloso ejemplo de enredo burocrático, figurará en el anexo 19 de la “decima (sic) tercera resolución de modificaciones a la resolución miscelánea para 2002”. (sic). Quién sabe cuándo aparecerá ese anhelado padrón, en el anexo 19, porque con la resolución citada, este jueves aparecieron los anexos 1, 8 y 11: un orden cuyo criterio rector queda clarísimo, ¿no?
Además de riesgosa -inadmisible, en realidad-, la acreditación es una operación jurídica redundante, porque las revistas están ya sujetas a una certificación de licitud, otorgada conforme a un reglamento administrado por una comisión calificadora cuyo criterio hoy es más bien laxo, y que carece de medios para impedir la circulación de las revistas carentes de su certificado. De tanto en tanto, cada vez con menor frecuencia, asociaciones promotoras de la pudibundez acuciaban a esa comisión para declarar ilícitas y perseguir a publicaciones que quién sabe cómo sus impugnadores sabían que contenían procacidades.
Bien o mal otorgada, la licitud de contenido es una certificación oficial que debería bastar para la obtención del beneficio fiscal creado por la Cámara para remediar el maleficio fiscal creado por Hacienda. Sorprendería que hoy se aplicaran criterios como los de 1944, cuando el primer reglamento buscaba combatir “los argumentos y estampas nocivos por su inmoralidad, que apartan al espíritu juvenil de los cauces rectos de la enseñanza”.