El presidente Fox había comenzado de buen humor su triple celebración: 61 años de edad, tres de su elección, dos de casado con quien fue su vocera, Marta Sahagún. Todo ha ocurrido en dos de julio. La benevolencia de los ancianos invitados al desayuno con que se iniciaba el festejo, los elogios de Pedro Borda, director del Inaplen, contentaban a la pareja presidencial. Pero su talante mudó minutos después, cuando él encaró el inevitable interrogatorio de los medios en el pasillo de salida.
Ni siquiera necesitó Fox que se completara la primera pregunta, sobre el grado de su satisfacción con los logros de su gobierno, al que accedió con los votos emitidos exactamente tres años atrás: “¡Mucho, muy satisfecho!”, respondió al instante. Y tuvo tiempo para explicar la causa: “México marcha y marcha bien, afortunadamente y los cambios se van dando uno tras otro. Bien vamos y bien vamos a seguir”. Al contrario, cuando se le pidió señalar algún error en ese período, su negativa fue tajante y veloz: “¡Ninguno!”.
Y se retiró, impaciente, sin dedicar dos o tres líneas a explicar ese otro modo de su satisfacción. Más tarde, en ceremonia especial, desarrollaría los motivos de su complacencia. Y concluiría que, tres años después de su histórica elección, México “es otro y mejor; más libre, más abierto, más plural y participativo”.
Dentro de 48 horas sabremos en qué medida los ciudadanos comparten ese dictamen o lo rechazan. Apostando a su popularidad, Fox aceptó la demanda de su partido de dar carácter plebiscitario a la elección de diputados federales. Aunque no es candidato, aparece como si lo fuera, como si solicitara la ratificación de su mandato, al pedir que se quite el freno al cambio, proposición que resulta difícil de sustentar porque el Presidente ha recibido más colaboración del Congreso de la que la propaganda le autoriza a aceptar. Cuando no la ha habido, es porque la requirió tarde o mal, o ambas cosas a la vez.
Póngase por ejemplo la reforma laboral, rutinariamente incluida en el paquete de las “reformas estructurales” a cuya extrema necesidad alude todo examen de la situación mexicana y que se ha convertido en una especie de vellocino de oro, obtenido el cual todo será ventura en el país. Malamente puede quejarse el Presidente de no recibir apoyo a su propuesta en ese campo, por la sencilla razón de que no ha presentado, él directamente, ninguna iniciativa de legislación del trabajo. Apareció en San Lázaro, ciertamente, apenas a mediados de diciembre pasado, un proyecto firmado por legisladores pero originado en la Secretaría del Trabajo (motivo por el que se le denomina “reforma Abascal”). Llegó tan a deshoras legislativas, en la víspera de que concluyera el penúltimo período ordinario de sesiones, que parecía evidente la intención de que se le desestimara. Y es que no era razonable esperar que nadie le concediera atención en las reuniones postreras de esta legislatura, iniciado ya el proceso electoral.
De cualquier modo, el factor que desde la Presidencia busca potenciar el PAN es la idea de completar el cambio, de concluir la tarea iniciada hace tres años al elegir a Fox. Se trataría ahora de elegirlo de nuevo, de allanarle el camino, de eliminar los obstáculos que significa la oposición, sometiéndola a una mayoría panista. Ese propósito no parece compartirlo la sociedad, más inclinada al gobierno dividido (es decir, sin mayoría favorable al Ejecutivo) que a repetir el esquema priista de legisladores atentos a favorecer la voluntad presidencial.
Esa, la gran cuestión de la mayoría, en apariencia está resuelta. Ningún partido la alcanzará. Es probable que Acción Nacional gane esta vez más diputaciones que nunca, pero sólo bastantes para integrar la minoría más numerosa. Falta saber en qué medida factores locales en entidades (como Nuevo León, Sonora, Jalisco, Guanajuato o el DF) donde el PAN ha sido exitoso lo afectan favorable o adversamente. Pero sería muy difícil que los comicios locales fueran tan eficaces como para encumbrar o desbarrancar a Acción Nacional.
A pesar de todo, el PRI seguirá teniendo una gran presencia en San Lázaro, unos doscientos diputados, unos pocos menos que hoy. Dada su fuerza en la ciudad de México y el empuje que desde allí se difunda, el grupo perredista será más numeroso que el actual, pero quizá no tan grande como el que se formó en 1997. Ésas serán las fuerzas determinantes en la próxima legislatura.
Queda por saber el tamaño de la abstención. Las indicaciones muestran que será muy alta, correspondiente en buena medida a la profunda despolitización de nuestra sociedad, una de las huellas indelebles del autoritarismo monopartidista que prescindía de los ciudadanos. La Encuesta Nacional sobre Cultura Política y Prácticas Ciudadanas, diseñada en la Secretaría de Gobernación y levantada por el INEGI en noviembre de 2001 debería habernos curado de espanto y alentado a revertir sus desoladores datos: es inferior el porcentaje de quienes se declaran “muy interesados” en los asuntos públicos que el de quienes se reconocen “nada interesados” (13.43 y 15.79 por ciento). Y es superior el de quienes confiesan poco interés (24.50 por ciento) que el de quienes se estiman “algo interesados” (21.53 por ciento). Una cuarta parte del total (24.74 por ciento) manifestó una situación aun más lamentable: no sabe si se interesa en los asuntos públicos.
Malos partidos y malas campañas empeoran las cosas. Y sólo hay un modo de enfrentarlas: votar.