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Plaza pública/Votos mexiquenses

Miguel Ángel Granados Chapa

Ha sido fatigoso el desmantelamiento del poderío priísta en el estado de México, uno de los bastiones más sólidos de su dominación. Hasta hace treinta años el partido en el poder gozaba allí de asentimiento generalizado, es decir imponía la desvergüenza de votaciones por encima del 90 por ciento en su favor. Todavía no hace mucho, en 1993, registraba para sí el 58. 4 por ciento de los sufragios, mientras que sus opositores, con los que hoy comparte en casi todos los ámbitos la función de gobernar, alcanzaron apenas 16.6 el PAN y 12.3 el PRD.

En ese contexto hay que insertar el resultado electoral del domingo. Como ha sólido ocurrir, el PRI ganó más distritos que sus opositores, en la elección legislativa, y un número mayor de gobiernos municipales. Pero está lejos de recuperar la mayoría decisoria en el Congreso que le permita, como antaño, avasallar a sus adversarios y sobre todo a la población. Si los legisladores panistas y perredistas se imponen de la necesidad de combatir el abuso de autoridad que caracteriza al gobierno de Arturo Montiel, y presentan un frente común, contribuirán al aceleramiento del declive priísta, condición necesaria aunque no suficiente, de la competencia electoral equitativa.

El partido de Montiel dispone de un ilícito e inacabable arsenal de armas y municiones frente al avance de la oposición que es ya gobierno en vastas comarcas del estado. Palió el infortunio de perder hace tres años la mayoría en el Congreso local mediante hábiles operaciones que privaron al PAN de trece diputaciones. Ese partido, y el PRD, y los que resulten con representación legislativa, no estarán exentos de asechanzas y tentaciones del mismo género. Contribuirán a la eficacia de la cooptación priísta las disensiones internas en esos partidos, los oportunismos, la fragilidad de sus convicciones. La mezcla de esos defectos con el dinero gubernamental es un flujo maloliente que, entre otros factores, aleja a los ciudadanos de las urnas.

La abultada abstención del domingo parece un logro deliberado del partido de Isidro Pastor. Contribuyó a forjarla a lo largo del proceso electoral, con sus alusiones al machismo más vulgar, el que se ufana de la genitalidad. Pero, por las dudas, reforzó su propósito con bandas vestidas de rojo, brigadas que lo mismo desalentaban por la fuerza las labores de vigilancia contra el fraude, que con su sola amenazadora presencia inhibieron a los votantes. Y es que mientras menos gente vaya a las urnas, mejor para el PRI, pues le da ventaja el voto duro, su clientela y su militancia, mayores que la de otras formaciones, aunque sólo sea por su antigüedad.

Sin embargo, estos comicios fortalecieron la evidencia de que también Acción Nacional y el PRD han construido una base electoral estable. Hasta hace no mucho tiempo, en el estado de México y en todo el país sus victorias en comicios municipales parecían fruto de la casualidad o del descuido priísta. Era insólita la persistencia de un partido diferente al PRI en los ayuntamientos. Hoy es mucho más frecuente. La configuró inicialmente el PAN y ahora también el PRD recorre ese camino. Y aunque la Alianza para todos gobernará en Ecatepec, en sustitución de un abusivo y torpe alcalde panista, y en Huixquilucan, donde también se produjo el voto de castigo, todos los municipios de la zona metropolitana conurbada directamente con el Distrito Federal permanecieron sustraídos a la esfera priísta.

Salvo esos casos sobresalientes, es de subrayarse la fidelidad panista en las grandes ciudades, incluida Atizapán de Zaragoza. Habrá que examinar minuciosamente lo ocurrido allí. El alcalde elegido hace tres años está en la cárcel, sujeto a proceso, no por peculado u otros delitos patrimoniales o de los que sólo pueden cometer los administradores públicos. Se le juzga como autor intelectual de un homicidio, cuya víctima era correligionaria panista del presidente municipal, integrante del ayuntamiento, ultimada probablemente por haber descubierto conductas peligrosas en el gobierno municipal.

O esos graves sucesos —el asesinato y el proceso respectivo— quedaron inadvertidos por electores desinformados, o el prestigio del inculpado y su partido son superiores a los de las autoridades estatales, lo que llevaría a la población a descreer de las acusaciones y a juzgarlas parte de las maniobras con que el gobierno estatal embiste a sus opositores.

Lo último que quisieramos suponer en una suerte de lenidad ciudadana, resultante de un pragmatismo en que nada importa la vida humana y la ética gubernamental.

Hay que decir también que el candidato de la Alianza para todos, Eduardo Mendoza Ayala, no representó una opción apetecible para los votantes, que habrían percibido la inconstancia de este ex diputado panista. Mientras que su hermano menor Rubén era priísta, Eduardo se adhirió al PAN en 1985 y se hizo miembro pleno cinco años después. Ambos resultaron diputados federales en 1997, y Rubén ganó la alcaldía de Tlalnepantla, como integraante del PAN, en que permanece. Su hermano mayor, en cambio, que no recibió en el gobierno federal la posición a que aspiraba, se fue de ese partido, con la naturalidad del futbolista que cambia de camiseta cuando lo contrata otro club (el simil es suyo), y propuesto por los verdes fue postulado por la Alianza para todos.

Será pertinente, y necesario, reseñar muchas otras circunstancias particulares dentro del proceso electoral mexiquense, para examinar al mismo tiempo los árboles y el bosque.

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