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Policía política/Plaza Pública

Miguel Ángel Granados Chapa

El canal Once exhibió la noche del miércoles la película Un árida estación blanca, sobre el criminal comportamiento de la policía especial, que en Sudáfrica reprimió con furia a quienes pugnaban por la eliminación del apartheid. Imposible dejar de comparar al capitán Stultz, el feroz jefe policiaco que con su propia mano torturaba y mataba, con los directores de la policía política mexicana, una de las ruines instituciones en que se fundó el dominio del régimen priista durante décadas. En la cinta, Stultz muere asesinado por un activista negro que de ese modo venga algunas de las atrocidades que cometió el represor.

Luis de la Barreda Moreno y Miguel Nazar Haro tienen mucha mejor suerte que Stultz. Ningún rencor armó una mano homicida en su contra. Al contrario, un testigo poseedor de información útil a la Fiscalía Especial para Investigar los Crímenes de la Guerra Sucia ha sido también ultimado, como siniestra señal de la vigencia del poder que protagonizó aquella persecución de los años setenta.

Es la ley que presuntamente infringieron De la Barreda Moreno y Nazar Haro la que, mucho tiempo después de cometido un delito en que se les involucra directamente, provee los elementos para que sean procesados, un derecho humano fundamental con que no contaron los cientos de personas desaparecidas en las etapas en que cada uno de ellos encabezó la Dirección Federal de Seguridad.

No son los primeros de ese rango en ser sometido a la justicia. José Antonio Zorrilla Pérez purga una sentencia por el homicidio de Manuel Buendía, a quien reputaba como su amigo y cuyo sepelio presidió. Parecería que hay diferencia entre el comportamiento atribuido judicialmente a Zorrilla y el que se presume en sus antecesores acusados y prófugos. En apariencia el primero privatizó los elementos, humanos y materiales a su cargo, para cometer un delito derivado de su personal corrupción. De la Barreda Moreno y Nazar Haro, en cambio, se habrían extralimitado en sus funciones, quebrantaron el Estado de Derecho que estaban en todo caso obligados a acatar y en particular ante un fenómeno social, el de la insurgencia armada, que era un desafío al propio Estado de Derecho.

Pero en el fondo, la conducta de todos los responsables de la policía política que incurrieron en delitos tenía el mismo fundamento, la licencia para matar o hacer desaparecer personas sin apego a la ley, para preservar no la legalidad sino la permanencia en el poder de los jefes de tales responsables policiacos. La disolución de la DFS fue ordenada como si se corrigiera una anomalía, la franca puesta de sus estructuras al servicio de la delincuencia organizada, el narcotráfico en particular. Pero no había irregularidad alguna en ese comportamiento. Era, al contrario, el modo de ser, la sustancia de una oficina gubernamental a la que con tal de mantener intocado al poder se le permitió actuar sin ninguna traba, sin ninguna cortapisa, lejana a cualquier escrúpulo.

Es predecible que De la Barreda Moreno y Nazar Haro no pisarán la cárcel. No pronto, al menos. Cada uno por su lado dispone de los medios técnico-jurídicos, financieros y materiales para eludir el cumplimiento de las órdenes de aprehensión emitidas en su contra el lunes pasado, hechas conocer oficialmente sólo 48 horas después, un lapso razonablemente útil para que los afectados se pusieran lejos de la justicia. Su captura ha sido confiada a la Agencia Federal de Investigación, la antigua policía judicial federal que practicará el espíritu de cuerpo, la aplicación de la máxima filosófica de proceder siempre de modo que no se le aplique nunca la receta que formalmente se asesta a otros.

Con todo, importa subrayar el valor jurídico, político, histórico de las decisiones judiciales (y de los motores civiles que las impulsaron) que harían iniciar procesos contra los funcionarios que delinquieron. Constituyen la primera evidencia de que el sistema que se protegía a sí mismo sin reparar en los medios sustrajo permanentemente de la acción de la justicia a los perpetradores de crímenes que se escudaban en la “defensa de las instituciones”. Sólo cuando ha podido comenzar a desmantelarse el aparato político que proveyó de impunidades a sus miembros, es posible asomarse, todavía a través de rendijas, al sórdido mundo de la criminalidad oficial, y esbozar las sanciones que merecen quienes lo habitaron.

Sin escatimar en lo mínimo la importancia de la acción judicial, resultará insuficiente si, al castigar a quienes privaron ilegalmente de la libertad a Jesús Piedra Ibarra —y como a él a muchos más— no se conoce el paradero, el destino de las víctimas. Debe encontrarse un arbitrio jurídico para que, aun si se concede amparo a los ahora prófugos, sean forzados a la rendición de cuentas, a proveer información sobre los reos de facto que estuvieron en sus manos. No deben escudarse en simples negativas a enfrentar responsabilidades. Hay evidencia de la estancia de Piedra Ibarra en varios establecimientos de reclusión, sin que se le encausara nunca y debe ser posible vincular uno a uno los eslabones de la cadena que conduzca del secuestro al destino de las víctimas. “Vivos se los llevaron, vivos los queremos”, es el reclamo vigente de las integrantes del Comité Eureka, que no queda satisfecho con la prisión de los victimarios.

Ahuyentemos la idea de injusticia que alegan, sotto voce, los inculpados. Se acusa a los ex directores de la DFS no por el cumplimiento de su deber, sino por todo lo contrario.

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