Cuando estaba chica, el desfile del 20 de noviembre era el más preparado en las escuelas. Semanas antes, nos hacían ensayar tablas gimnásticas que presentaríamos en los sitios señalados a lo largo del trayecto y elaborábamos algún objeto vistoso para acompañar las figuras: mechones de papel, aros de colores, banderolas, en fin, algo que resaltaba contra el blanco del uniforme deportivo y que permitía el lucimiento del conjunto. Los maestros de educación física programaban evoluciones extraordinarias y todo mundo se sentía acróbata, aunque no fueran más que conversiones de derecha a izquierda, o cuando mucho una pirámide de tres niveles que remataba con el banderín del colegio y con uno que otro fracturado. Nuestras proezas de entonces, claro está, no tenían nada qué ver con las de los niños y jóvenes de hoy, aeróbicos por naturaleza y asiduos al gimnasio desde la cuna y el Cirque du Soleil no se vislumbraba ni el en fondo de una bola de cristal.
Más tarde, cuando mis hijos mayores eran niños, los llevábamos a ver el desfile del 20, porque seguía siendo un atractivo, sobre todo por los atuendos y presentaciones deportivas, la marcha de los jóvenes en uniforme militar y el impresionante golpeteo de los cascos de los caballos sobre el pavimento, mientras la Dragona que acompañaba el paso de los jinetes y sus banderas emocionaba a los espectadores, haciendo surgir en alguno la vocación militar hasta entonces ignorada. Para mí, en esta parte del desfile, resultaban inevitables la piel erizada y un llanto que acudía a mis ojos sin permiso cada vez que la escolta de una escuela pasaba frente a nosotros. El orgullo de los jóvenes enarbolando la enseña patria, la marcialidad de las órdenes dadas por los comandantes, el paso ordenado y metálico de cientos de estudiantes con sus zapatos chapados para la ocasión, ponían ante nuestros ojos el futuro de un México lleno de ilusiones, de ideales adquiridos en la escuela y reforzados en cada evento similar. Podía ver ahí mismo a mis hijos que algún día iban a desfilar y algún día también se convertirían en los actores principales de la obra patria, con su trabajo, sus ideas, la realización de sus proyectos, la aplicación del aprendizaje y la generación de tantas oportunidades que mantendrían el paso creciente del país. Abono de esperanza y garantía de progreso eran para mí esos chicos del desfile, cuando inevitablemente emocionada los veía pasar, bandera en ristre o mostrando sus habilidades físicas.
Me quedé esperando, pues mis hijos no desfilaron. No sé por qué razones, los colegios dejaron de mandar sus contingentes. La aspiración para formar parte de la escolta quedó resumida al saludo a la bandera el lunes o a esos concursos donde el honor se convierte en competencia y la participación en los desfiles se limitó a los grupos de conscriptos, asociaciones deportivas, organismos de servicio y militares, pero muy pocas escuelas y la práctica ausencia de instituciones particulares. Por su parte, el espectáculo de cada 20 de noviembre, como el de las demás fiestas patrias, disminuyó en volumen y en actitud, tanto de participantes como de espectadores.
Hoy, cualquiera que asista a la marcha podrá ver grupos desordenados de muchachos que van platicando y comiendo, que sueltan risotadas y hasta escuchan música con los audífonos puestos sin ningún disimulo (yo los ví), mientras los profesores que los acompañan hacen casi lo mismo, aburridos e indolentes. El público –el poco que queda– no se diga: come, grita, se atraviesa, discute con merolicos y comerciantes, lanza objetos y ofensas.
Me tocó presenciar el baño de espuma expulsada por numerosos aparatos de aerosol que recibieron la bandera de México y los soldados que la portaban, sin que esto fuera causa de malestar para nadie.
¿Conclusión? Otros tiempos, claro. Pero también una ausencia de educación cívica que indudablemente tiene qué ver con los cambios de programas educativos, con los maestros sin vocación, con los turnos fraccionados y hasta con la devaluación del desfile como instrumento reforzador de patriotismo, pero mucho más todavía, con el ejemplo que se recibe en la casa, en las escuelas, a través de los medios de comunicación, en las discusiones públicas, en cada oficina y a través de cada individuo que toma el micrófono para debatir algún punto de vista partidista contra quien sea su opositor.
Presenciamos el resultado de un cambio de valores que ha venido efectuándose al paso de los años, pero donde la sustitución por el anterior resulta más pobre, aunque parece costar más. El objetivo inmediato es pasársela bien, gozar, disfrutar, porque mañana quién sabe. Así que no vale la pena preocuparse por el futuro, ni por lo que se ha de cosechar después, siempre que ahora pueda pasarse un buen rato o satisfacerse un gusto. La patria y sus valores resultan obsoletos, porque esa “señora” no ofrece más que incertidumbre a la gente de hoy. Es cierto que la geografía e historia mexicanas siguen dando tela de dónde cortar en las escuelas, que aprendemos la lengua nacional y que nuestra moneda sigue siendo el peso (aunque con una devaluación que rebasa al 1000 por ciento, de López Portillo para acá). Pero lo que pasa todos los días en México y lo que hacemos los mexicanos, no es motivo lo suficientemente esperanzador para que la juventud y la niñez se sientan comprometidas con el futuro, ni para que quienes los guían se responsabilicen de estimular en ellos esos valores que estamos añorando.
Yo leo, escucho y observo gran cantidad de problemas y la misma cantidad de propuestas de solución, casi siempre en conjunto acción-reacción (una invalidando a la otra); pero no encuentro una visión de alianza verdadera, de solidaridad real con el país. A quien dice sí, le responden no; a quien propone negro le contraponen blanco; la propuesta X es sofocada de inmediato por la Y, sin dejar por un momento que una prospere para observar y analizar sus resultados, antes de atacarla o desecharla. Y lo más lamentable de este juego son las razones que llevan al combate: intereses personales o partidistas, cuya única finalidad es el revanchismo, el posicionamiento o el lucro inmediato, pero nunca el bien de México y de su gente, aunque ésta sea la razón invariablemente esgrimida por los participantes. Estoy convencida de que si alguien nos ofreciera una fórmula mágica para transformar la basura en oro y con ello liberar al país de la miseria, no tardaría en surgir una comisión en contra de tal medida, argumentando que el desarrollo de la vanidad derivado de la falta de carencias sería nocivo, desataría más corrupción y acabaría con el espíritu de sufridos que nos identifica, favoreciendo de paso al partido en el poder. Así que tan utópica solución habría que desecharse.
La verdad es que mientras no nos demos oportunidad de probar lo que se propone, con el riesgo, claro, de que la prueba resulte amarga, no vamos a llegar a ninguna parte. Pero a la vista del presente, lo que ahora tenemos no parece tan bueno como para que no valga la pena arriesgarlo por algo mejor, ¿no cree? Por lo pronto, y tomando solamente uno de los múltiples temas de gobierno que como espada de Damocles se ciernen sobre nosotros, daré algunas razones –como lo hice hace tres años– en favor de ensayar la aplicación del IVA a alimentos y medicinas. No es justo que los mismos de siempre –la clase media trabajadora, “cautiva” en toda la extensión de la palabra de los mecanismos hacendarios– sigamos manteniendo al país, mientras pobres y ricos quedan fuera del esquema tributario: los primeros porque no tienen, los segundos porque les sobran mañas para evitarlos. No es en el caviar o la champaña, sino en los huevos, las tortillas, la leche y los refrescos, la cerveza y las entradas al futbol, los cigarros y las aspirinas, el papel del baño y los frijoles que consumimos todos, donde TODOS los mexicanos debemos contribuir al sostenimiento y al crecimiento de nuestro país. Y a todos nos obliga (no sólo a los de siempre), pues de otra forma jamás tendremos cariño por la tierra, ni respeto por los bienes públicos, ni cuidado por la naturaleza, ni consideración por el trabajador, ni obligación en el mantenimiento de recursos, edificios, transportes, calles y plazas, bienes y servicios, señales de tráfico y todo lo que usted quiera agregar. Si no nos cuesta, no podremos amarlo ni trabajarlo, mantenerlo ni cuidarlo, y ninguna fiesta patria, sea tradicional o actualizada, será capaz de sostener el sentimiento nacional que nos lleve a pedir ¡que viva México!