Nadie discutirá que la necesidad de imprimir eficacia a la lucha contra la delincuencia, la organizada y la espontánea, hace conveniente dotar a los aparatos de seguridad y de procuración de justicia de los instrumentos necesarios que impidan la impunidad.
Pero tales herramientas deben utilizarse con cuidado, con prudencia y sensibilidad, a efecto de que no propicien las tendencias a la arbitrariedad que han caracterizado a las corporaciones policíacas en nuestro país y para que no queden las personas a merced de discrecionalidades mal intencionadas y aun mercenarias.
El artículo 16 de la Constitución establece con claridad inequívoca que sólo puede ser detenida una persona porque así lo ordene un juez. Con sensatez, sin embargo, reconoce la necesidad de obviar la orden respectiva en caso de flagrancia, es decir cuando el delito está ocurriendo; o “casos urgentes” en que se autoriza al ministerio público disponer la detención de una persona.
Pero la Constitución no da a la Procuraduría General de la República una carta blanca para las detenciones ministeriales. Se requiere para que ellas tengan validez “que no se pueda ocurrir a la autoridad judicial por razón de la hora, lugar o circunstancia” y que el delito a cuyo presunto autor se captura sea grave, determinado así por la ley; o cuando exista “el riesgo fundado de que el indiciado pueda sustraerse a la acción de la justicia”.
Cuando el ministerio público no puede satisfacer esos extremos, ordena la detención bajo un subterfugio: la orden de presentación, que no está sujeta a ningún requisito, salvo que la expida el ministerio público. La Policía Judicial Federal, o la Agencia Federal de Investigaciones, que es la misma gata pero revolcada, suele aplicar con violencia esas órdenes, como lo hizo en el no olvidado caso de Guillermo Vélez Mendoza que hubiera sido víctima de una aprehensión arbitraria, sin orden judicial, de no haber sido además víctima de un homicidio cuyo autor no ha sido detenido, a pesar de que en ese caso sí se ha cumplido la ley y se obtuvo de autoridad judicial una orden de aprehensión.
Entre el 18 y el 19 de julio, hace dos semanas, fueron detenidas en varias ciudades de México nueve personas, seis de ellas nacidas en el País Vasco, que en el Estado español tiene status autonómico y por cuya independencia luchan millones de personas, la inmensa mayoría de las cuales ha adoptado el camino de la política institucional para el logro de sus fines. Una minoría, convencida de que ese camino jamás conducirá a tal independencia, ha optado por la acción armada, que se expresa en ataques terroristas, no siempre dirigidos a blancos militares (como se supondría en quienes, según su dicho, participan en una guerra de liberación nacional) sino de la población en general. Tales seis personas han sido señaladas de pertenecer, de diversos modos, a la organización terrorista ETA. Su detención y eventualmente su extradición ha sido solicitada por la Audiencia Nacional española. Con ellos fueron detenidos también tres ciudadanos mexicanos.
Respecto de ninguno de ellos se cumplía el caso de flagrancia o de urgencia que evitará requerir una orden de aprehensión. No había el riesgo fundado de que pudieran sustraerse a la acción de la justicia pues la mayor parte de ellos vive en México hace ya largo tiempo y se han establecido y desarrollado una vida normal. No andaban a salto de mata con documentación auténtica o falsa que les permitiera huir en caso de necesidad.
Aun si se comprueba que son cuadros de ETA que cumplen estrategias de financiamiento o cobertura (pues es risible el argumento de que también podían dotar de explosivos a sus presuntos cómplices), no pueden obviarse los pasos legales que es preciso cumplir trátese de quien se trate. No se requiere compartir en lo mínimo el método de lucha de ese sector del nacionalismo vasco para clamar por el respeto a la ley en su caso, porque al hacerlo propugnamos el respeto a todos.
El abuso en las detenciones sin urgencia con orden ministerial, o en las órdenes de presentación es seguido por el abuso en la aplicación del arraigo. Su definición original obedece a la necesidad de asegurar que una persona esté a disposición de la justicia mientras se reúnen los elementos para obtener una orden de aprehensión. Pero se trata, lo dice la ley, de arraigo domiciliario y no de encarcelamiento en lugar distinto del domicilio, como se estila y como ocurre a los tres mexicanos capturados junto a los vascos.
El arraigo tal como se practica está lejos de la otra opción que la propia ley procesal establece, que es dar la ciudad por cárcel o, como reza literalmente el artículo 133 bis del Código Federal de Procedimientos Penales, “imponer la prohibición de abandonar una demarcación geográfica sin... autorización”.
El arraigo se ha convertido en una arbitraria prisión preventiva que se cumple en establecimientos ajenos por completo a cualquier reglamentación. Sirve a menudo para disfrazar la ineptitud de la procuración de justicia: la UEDO consiguió el arraigo contra el ex presidente de la Comisión Nacional Bancaria y de Valores, Eduardo Fernández, a quien quería acusar por lavado de dinero. A los treinta días el indiciado se fue a su casa. El abuso de un instrumento procesal lo había dañado (y ablandado para impedir que llevara adelante sus propias denuncias).
Los vascos y los mexicanos han acudido al amparo, para no ser extraditados y para liberarse del arraigo. Deben obtenerlo.