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PRI, privilegios y privatizaciones

Jorge Zepeda Patterson

Hace unos días, alguien atisbó la profundidad de las convicciones del senador Manuel Bartlett. En medio de la discusión sobre los alcances de la reforma eléctrica y luego de una larga intervención en la que el senador y ex gobernador poblano rechazó categóricamente la posibilidad de una apertura del sector al capital privado, un participante le reviró: “¿y tú por qué te opones a la apertura Manuel, qué tus hijos no estudiaron en universidades privadas?”.

No conocemos la respuesta de Bartlett, pero sí podemos imaginarnos el enorme dolor que habrá experimentado el viejo político priista cuando llegado el momento de educar a sus hijos tuvo que traicionar sus convicciones y optar por el sector privado. Seguramente lo hizo con conocimiento de causa toda vez que fue, nada más y nada menos, Secretario de Educación Pública durante cuatro años (1988-1992) en la administración de Carlos Salinas. Aunque bien mirado, si nos atenemos a su trayectoria, no parece que Bartlett sea alguien que permita que sus principios éticos estorben cuando se trata de prosperar profesionalmente o asegurar el porvenir de sus descendientes. Durante todo el gobierno de Echeverría (1970-1976), el poblano fue Secretario de la Comisión Federal Electoral, lo cual no le impidió dejar “caer el sistema” en las elecciones presidenciales de 1988, cuando peligró el triunfo del candidato priista.

La doble moral que está detrás de este tipo de carreras públicas es típica de las formas de hacer política en el antiguo régimen. Discursos populistas, “maseosares” de “patria libre o morir”. Militancias antiyanquis de dientes para afuera y políticas entreguistas de largo plazo. Convicciones revolucionarias, pero hijos estudiando en Texas y esposas haciendo el mandado en California.

Sería lamentable que la discusión pública que se hace sobre el tema de la apertura eléctrica, decisivo para el futuro del país, quede distorsionado por posiciones de un fundamentalismo ideológico que ni siquiera es auténtico. Intentar que los defensores de la apertura sean percibidos como traidores a la patria, lo único que hace es condenar al país a envolverse en la bandera y tirarse por el balcón. Y no se vale, sobre todo, cuando los que incitan a la inmolación tienen a buen recaudo sus fortunas personales y están más allá del bien y del mal por el que pueda transitar la mayoría de los mexicanos.

Tampoco es correcto argumentar que la apertura es inadmisible si significa hacer cambios constitucionales. Primero, porque a lo largo de más de 80 años la Constitución sufrió todas las enmiendas que los sucesivos gobernantes tuvieron a bien infligir para asegurar su permanencia en el poder. Pero incluso si no fuera así, habría que insistir en que la Constitución no equivale a las tablas de Moisés. Es un referente jurídico de lo que somos como Nación, pero también es un producto histórico que surge en una sociedad y en un momento totalmente distinto al actual. Hoy somos un país mejor. Nuestro cuerpo legislativo es infinitamente más profesional y más representativo de lo que nunca ha sido, a pesar de todas sus deficiencias. Las actuales generaciones tienen el derecho moral e histórico para dotarse del marco jurídico que convenga al bienestar de los mexicanos de hoy y de mañana.

¿Con qué derecho se aduce que la Constitución debe ser inmutable y eterna cuando ha sido el marco regulador de una sociedad en la que la mitad de sus miembros viven en condiciones de miseria? Con esto no quiero decir que habría que desechar la Constitución por obsoleta. Hay muchos aspectos admirables en el texto del constituyente; es un marco exigente que ha jaloneado hacia delante a la sociedad mexicana, muchas veces a pesar de sí misma. Pero eso no la hace intocable ni perfecta.

Es un hecho que el Estado mexicano no tiene la capacidad financiera para asegurar la generación de energía eléctrica para las generaciones venideras. Tan sencillo como eso. O podría hacerlo, quizás, desatendiendo otras responsabilidades esenciales que tienen que ver con la salud, la educación, la pobreza y la seguridad pública.

Hay muchos riesgos en la privatización descuidada. Una y otra vez los monopolios y la corrupción han generado empresas que se enriquecen a costa del bienestar común. Pero eso no significa que debamos estar condenados a la inoperancia o a la parálisis hasta que el destino nos alcance. Tenemos que encontrar nuevas formas de mezclar el financiamiento privado con las regulaciones a favor de todos. Necesitamos generar una cultura en la que la empresa privada pueda obtener una rentabilidad razonable sin ser satanizada, pero en la que ésta deje de ver los asuntos públicos como un botín para el enriquecimiento abusivo.

Sin el flujo de la inversión privada el Estado será incapaz de responder a desafíos que lo han desbordado en materia de educación media y superior, generación de infraestructura, carreteras, telecomunicaciones o energía. Los países del norte de Europa ofrecen casos admirables en los que se ha podido encontrar una mezcla aceptable de intervención del capital privado con una regulación firme pero práctica y razonable para asegurar el bien común. La discusión apenas comienza. Podrá llegar a buen puerto si dejamos atrás la intolerancia, la ideología manipuladora y el oportunismo político de corto plazo. jzepeda@aol.com

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