Aunque sin lugar a dudas es plausible la intención del alcalde de Torreón, Guillermo Anaya, de combatir la prostitución, pues quienes la ejercen por lo común lo hacen sin control sanitario y ello constituye un peligro latente para la salud pública, el hecho de enfocar ese combate de manera especial hacia el sector de los homosexuales puede acarrearle al ayuntamiento serios problemas de índole social y jurídica.
En efecto, la autoridad está obligada a realizar acciones para combatir a la prostitución, pero sin distingos de ninguna naturaleza, pues en ese sentido, tanto atentan contra la salud pública las mujeres que se prostituyen, como los varones que lo hacen o los homosexuales que comercian con su cuerpo como lo hacen aquéllas; y desde el punto de vista social no hay razón para enderezar esas acciones en beneficio de la salud comunitaria solamente contra una parte de todos cuantos representan ese problema.
Pero además, desde el punto de vista jurídico, y como abogado que es Anaya lo sabe bien, no se puede tratar en forma desigual a los iguales. Porque la prostitución, en cualesquiera de sus formas, está prohibida por la ley; y si las autoridades siempre han tolerado su ejercicio y deliberadamente se han hecho, como se dice coloquialmente, “de la vista gorda” ante quienes la practican, no existe fundamento o razón que le permita al ayuntamiento actuar con disimulo en unos casos y en otros no.
Resulta claro, entonces, que el problema no es tan simple ni se puede resolver sólo apelando a la firme voluntad del ayuntamiento que preside Guillermo Anaya, sino que es necesario sustentar legalmente esa firmeza y las determinaciones que de ella deriven, pues constitucionalmente, toda autoridad está obligada a fundar y motivar sus actos, y ningún fin, por benéfico que éste pueda parecer, justifica el que las autoridades, para alcanzarlo, se valgan de medios que no tienen sustento legal.