Recordará usted que hace cuatro meses le platicaba que unos osos negros –que viven en las alturas de la Sierra de la Madera- se subieron a la torre donde está mi repetidor y “masticaron” hasta romper todos los cables de transmisión, haciendo que antenas y radios se “achicharraran”.
Luego de dos escaladas fallidas de reparación, un par de “Sherpas” con los pies ampollados y una lana tirada a la basura, decidí dejarme de juegos y subir personalmente a reparar los daños, sabedor de que nadie conocía mejor a ese “bebé” transistorizado que yo que lo había creado seis años atrás.
Poco me importó saber que la última vez que subí esa Sierra tenía 44 años y 12 kilos menos de peso, aún así y por aquello de “no te entumas” me hice acompañar por mi amigo Javier Ondorica, que con sus 21 años y “borrego” del Tec, me garantizaba una buena condición física –la de él- por si me quedaba tirado a media ladera.
Como en Torreón hacía mucho calor, sólo llevamos una cobija cada quien para taparnos por la noche sabedores de que dormiríamos dentro de la camioneta, aunque mi esposa que en esos momentos estaba en Cuatrociénegas nos advirtió que se avecinaba frío.
Tras seis horas de camino llegamos al faldeo de la Sierra como a las siete de la noche justo a tiempo de buscar un lugar donde acampar y hacer una fogata para preparar un guiso de salchichas. A las ocho P.M., el frío empezó a arreciar, pero para las nueve, ya estaba de verdad helando, así que decidimos no dormir en la camioneta, sino acostados junto a la fogata, donde pusimos unos hules y cada quien se tapó con su “única” y triste cobijita.
Para las once de la noche aquello era “la ante-sala del Polo Norte” y materialmente nos estábamos congelando, al grado de que para las 12 el Sherpa que nos acompañaba para mostrarnos el camino nos dijo: ¡O nos paramos a juntar más leña o nos morimos de frío!, y creame que cuando Agustín se refirió a “morirnos de frío”, no hacía alusión a ninguna “metáfora” (Alegoría en que unas palabras se toman en sentido recto y otras en figurado), sino que se refería a que podíamos caer en hipotermia y morir congelados. Para que vea que no exagero, luego supimos que la noche de ese sábado 29 de marzo la temperatura en esa Sierra bajó hasta los 15 grados, bajo cero. Diez grados más frío, que el agua que congeló a Di Caprio en el Titanic -salvo que a él le pagaron y a mi no-.
Hasta ese momento yo aún estaba decidido a seguir con lo planeado de subir la Sierra, mientras volteaba a la cima y me decía: Allá estaré mañana aunque me lleve diez horas subir –lo normal es subir en seis o siete… pero sin parar-.
Eran las tres de la mañana y nadie habíamos pegado los ojos por el frío, y fue entonces que tratando de mitigar mi sed quise tomar del refresco que había dejado junto a mi almohada y al quererlo tomar me di cuenta de que estaba “totalmente congelado”. Fue entonces que comprendí que aquello sería un helada de pronóstico, y nosotros ahí tirados en la tierra tiritando y con sólo una cobijita para taparnos.
Por fin y luego de pararnos varias veces durante la noche por leña, se dieron la cinco de la mañana, que era la hora de empezar a subir, y fue ahí que comprendí que “50 no sólo son un “cinco” y un “cero” (50 años), sino una serie de pequeñas o grandes limitaciones a según de cada quien, que por suerte te llegan al mismo tiempo que otras bondades como la experiencia, la paciencia, la tolerancia y el misticismo, así que recapacitando a tiempo, le dije a Ondorica y a Agustín que ellos subirían solos, esperando que con una buena comunicación radial, pudieran ser mis manos y mis ojos y juntos lográramos reparar el equipo.
Tardaron cinco horas en llegar a la cima y cuatro más trabajando en la torre, hasta que nos dimos cuenta de que no se podría reparar el equipo pues una de las dos antenas estaba quemada, así que habría que volver otro día. Agustín, el “escuálido” guía, avezado en estas lides de escalar, bajó como chiva montesa en sólo cuatro horas, mientras el fornido “borrego” Ondorica, prácticamente lo hizo “a gatas” y con los pies ampollados, luego de seis caídas y el doble de gemidos. Que tal si yo hubiera subido... le estaría escribiendo mi reseña desde el Sanatorio Español.
Tras seis horas de camino llegamos a Torreón y aún fui a comprarle unas medicinas a mi Lore –mi bebé de 17 años- que estaba sufriendo por una fuerte gripa, así que me vine durmiendo después de las tres de la mañana (más de 40 horas sin dormir).
Cuando estaba ya acostado, con el cuerpo dolorido y a punto de dejarme vencer por el sueño pensé: No hay duda que los años no pasan en balde, y vaya que en estos primeros 50 me he divertido de lo lindo: Me hice de muy buenos amigos. Me maté estudiando para “hacer bien” aquello que hoy me da de comer –ortodoncia-. Viajé una parte del mundo y la otra aún espera que la visite, y lo mejor… he gozado de las satisfacciones que te da el tener… tres buenos hijos.
Se bien que con 50 aún estoy joven y con fuerza suficiente para trabajar al menos otros 20 más. Que la juventud no es una etapa de la vida, sino… “un estado del alma”. Pero a manera de catarsis personal empezaré por aceptar que hay algunas cosas que ya no podré hacer más, como subir a pie esa hermosa Sierra de la Madera... a cambio… La madurez que me han dejado los 50, me permite disfrutar más de los pequeños detalles que la vida me ofrece -como platicar con un buen amigo frente a un tinto de la rioja- El “Mate” me diría: Y aprender del placer de ayudar a los demás… vale pues.
COROLARIO: Diez días después, Ordorica casi está recuperado. Agustín volvió a subir con una antena nueva, y hoy mi radio a vuelto a trasmitir como en los viejos tiempos. Fer, mi hijo mayor me dijo: El que persevera alcanza… papá. Felicidades por tu radio.
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