Sin lugar a dudas, el quitarme la bata de dentista y ponerme mi sombrero vaquero da inicio a uno de mis mayores placeres. Y aunque ello haría parecer que no escogí la carrera correcta, lo cierto es que en ese aspecto soy un hombre realizado, dado que hago lo que me gusta y encima de todo… “me pagan por hacerlo”. Así pues, el haber decidido, hace 27 años dejar por un par de años la seguridad de la casa paterna, para marcharme lejos a estudiar Ortodoncia, fue sin duda, una de las mejores decisiones que haya tomado. Ahora que, el enfundarte en una tejana, subirte a un caballo a las seis de la mañana y galopar por entre el chaparral con el aire fresco golpeándote la cara… eso mis amigos… no sólo no tiene nombre… sino más aun… “no tiene madre”.
Harto ya de los ruidos de la ciudad y de los trajines que conlleva el vivir en ella, decidí en este pasado “puente” patriótico, enfilar como siempre con rumbo norte, hasta las montañas de la Sierra de la Madera en Cuatrociénegas, Coah.
El solo dejar el asfalto y tomar el anfractuoso camino de terracería, desencadena en mi hipófisis una serie de reacciones químicas, que ocasionan por lo pronto una amnesia temporal de todo aquello que tenga que ver con “bancos y deudas”. Como reacción cuasi automática, el apetito que a veces pierdes con tan sólo ver el recibo del teléfono o más aún… el de los colegios, se te exacerba milagrosamente, para pasar en el acto a un estado semi-hipnótico, donde verás pasar frente a tus ojos los manjares más exquisitos, que obviamente -y nada tonto-, los metiste previamente en tu hielera antes de salir.
Si no existen palabras para describir ese estado de “placer”, cómo describir mi embelezo cuando al punto de amanecer, y luego de haberte almorzado unos huevos rancheros, bañados en salsa de chile y con dos tortillas abajo, seis rebanadas de jamón (en casa sólo me dan dos) y una razonable dotación de frijoles bañados en aceite de olivo, te subes al broncozo “Martillo”, un hermoso penco plateado de 170 de alzada -apenas para sostener a este animalito-, quien apenas sentirte encima se dispara como de rayo entre el chaparral para llevarte presto a subir y bajar montañas, sintiendo el aire helado del amanecer.
Esto, mis amigos, si que es “éxtasis total”, -que sexo, ni que sexo-, y no es por darles envidia, pero el pasado sábado, mientras subía una loma del rancho a eso de las siete de la mañana, una suave llovizna bajó de la sierra mojándome con una delicadeza casi femenina, mientras yo musitaba para mis adentros… “si no fuera por esto… y los días de raya”.
El proceso de juntar el ganado nos llevó dos días de trabajo, y fue ahí que me di cuenta que la vida en los ranchos, el contacto con la naturaleza, el esfuerzo físico, la comida sencilla y la charla amena, hacen que el hombre no piense más que en cosas positivas, y más si te mantienes alejado de los periódicos y de la televisión, que bastante dosis de tensión le agregan diariamente a nuestras vidas.
La pesada fue también lenta debido a que mi basculita de 1500 kilos sólo le caben dos animales por vez -si usted tiene una de cinco toneladas que no use me lo dice-, pues “sueño” con una de esas -de cualquier forma el saldo fue blanco y ninguna vaquilla se nos quebró en “la pesada”, pues ha de saber que es fácil que una vaca broncoza se te quiebre una pata dentro de la báscula cuando le da por brincar como chiva-.
Al punto del medio día y casi terminada la faena, uno de los vaqueros prendió una fogata y no tardó mucho en sentirse en el ambiente el atractivo olor de las costillas de res que chisporroteaban en el fuego, así que ya imaginarán la algarabia que se armó cuando les dije, ¡Listo... todo esta pesado!… Ahora ¡a comer! Como habíamos ahí más de 15 gentes, entre vaqueros, camioneros, cargadores y mirones, nos fuimos a la milpa de mi vaquero Raúl a cortar unos 60 elotes para asarlos en las brazas, y acompañarlos luego con una generosa dotación de mantequilla y sal, pretendiendo con ello bajarles el hambre a los 15 “náufragos”, pues sólo así nos alcanzarían los siete kilos de costillas que llevaba, y eso que de pilón eché cuatro paquetes de salchichas para asar, que si no fuera así, me hubieran mordido un dedo a la hora de pasarles las tortillas.
Mientras la tarde caía, un venado cola blanca de 14 puntas bajó a beber agua al estanque que tenemos frente a la casa. Su aparición me hizo comprender que dentro de su precario cerebro, sabía bien que mientras hiciera “calor”, podía bajar tranquilo al agua sin que nadie lo molestara, sus problemas empezarían en cuanto las primeras heladas de la temporada hicieran su aparición, lo que a su “razonamiento animal” le indicaría que era el tiempo de correr por el monte, aparearse con las hembras y cuidarse del hombre, pues la temporada de caza… estaría en puerta.
Luego de tres días de trabajo, de placer campirano y de no bañarme - terminaba tan cansado que lo único que quería en las noches era mi cama-, y a las ocho en punto… mmm... y aquí tomando pastillas para dormir, regresé a Torreón, y luego de un merecido baño caí como fulminado sin alcanzar a saludar a mis hijas que no habían llegado aun del “roll”. Para cuando llegaron se encontraron a su papá profundamente dormido y con una sonrisa en los labios, producto, no sólo “del deber cumplido”, sino de haber hecho… “y hecho bien”…. lo que tanto me gusta.
Al escribir esta última frase, a mi mente vienen las palabras de Miguel Crespo y de Enrique Castro, que en sus letras de la semana pasada nos decían que las universidades deben de enseñarnos -mas que una carrera- a acrecentar nuestro intelecto y nuestro “razonamiento”, para luego estar capacitados para desempeñar… “cualesquier oficio”.
P´.D: Espero que mis aventuras les hayan recordado las suyas pasadas, a la señora Bredeé y a su hija.
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