Cada último día del ciclo escolar, se repite la misma escena en todos los hogares del país: los niños llegan felices de la escuela por el inicio de vacaciones, el tiempo libre, las tardes sin tareas. Por supuesto, rápidamente abandonan por ahí su pesada mochila repleta de los libros y cuadernos utilizados durante todo ese tiempo. Mis hijos, desde luego, no son la excepción y cada año me hago la misma pregunta: ¿qué hago con los libros?
No quisiera que me malentendieran: amo los libros, los gozo, les tengo un sincero aprecio, pues constituyéndose “sólo” de hojas y letras, han cambiado radicalmente nuestro mundo. En el caso de los libros de texto, que es a los que me refiero, entiendo que se hace un enorme esfuerzo en su producción. Se dice fácil editar 121 millones 100 mil libros de texto gratuitos y materiales educativos, cantidad que se repartió sólo el año pasado, en los planteles de preescolar y primaria. Imagino lo que supone la elaboración del contenido de cada uno de ellos, la planeación de su diseño (por cierto, debo decirlo, los actuales son hermosos), la publicación, el transporte hacia los dos grandes centros de acopio nacionales, el reparto para cada uno de los municipios y de ahí a cada escuela. Una tarea titánica.
Sé que nuestro país tiene más de 40 años editando libros de texto gratuitos y que quienes estaban inicialmente detrás de este gran proyecto –Jaime Torres Bidet, el propulsor y Martín Luis Guzmán, primer presidente de la comisión— fueron hostilizados por los libreros y autores profesionales de obras de texto que se venían utilizando. ¡Cómo no! Les quitaron el gran negocio al repartir libros sin ningún costo.
También valoro los esfuerzos de la Comisión Nacional de Libros de Texto Gratuitos (Conaliteg) por estar a la altura de las circunstancias contemporáneas: mientras que a mí me tocó estudiar en “Mi libro de lengua nacional”, en el que por tal se entendía solamente el español, hoy se producen y distribuyen libros en 55 variantes de 33 lenguas indígenas, porque la “Secretaría de Educación Pública considera que es un derecho de los niños y niñas aprender a leer y escribir en su lengua materna y una vez dominada ésta, transitar al idioma nacional”.
Esto era impensable hace 20 o 30 años, pues el objetivo era unificar a la población, no resaltar sus diferencias. Y no sólo eso, desde hace siete años se publican libros de texto con el sistema Braille. Por otra parte, a la crítica de privilegiar la historia nacional, se han sumado aquellos que abordan la de cada estado. En fin, como pueden ver, todo esto los hace valiosos y por lo tanto, resulta más problemático saber qué hacer con ellos. Así, me di a la tarea de preguntar y éstas fueron algunas sugerencias:
1.- En primer término, la propuesta es guardarlos. No obstante, resulta complicado conservar un promedio de 10 libros por ciclo escolar, que multiplicados por seis grados, dan un total de 60 ¡por cada niño! En una casa con 4 o 5 hijos juntarían una pequeña biblioteca en la que, además, habría varios repetidos. Difícil, ¿no? Por otro lado, debe tomarse en cuenta la connotación que tienen los libros de texto: una vez aprobado el grado, se consideran parte del pasado. Difícilmente un niño de quinto, consultará los libros con los que estudió en segundo año.
2.- De ahí que entonces, lo obvio sea regalarlos. Pero ¿a quién? Se supone que la mayoría de los “chiquillos” tienen acceso a la educación y, de no ser así, resulta complejo para una persona en particular, averiguar quiénes son los que carecen de los libros.
3.- Escribí a la Comisión Nacional de Libros de Texto Gratuitos para indagar si tenían algún programa con respecto a los libros usados. Bertha Hernández, titular de la Unidad de Difusión, Relaciones Públicas y Patrimonio Histórico, me aconsejó, muy amablemente, donarlos a bibliotecas públicas o casas de la cultura “donde nunca están de más”. Ésa es una solución individual, porque no sería posible que todos los padres de familia lleváramos los libros a dichos lugares. Claro, sería interesante que se guardara un juego de cada edición, sólo para analizar los cambios desde un punto de vista sociológico, tal vez.
A mí lo que me parece lógico es reciclarlos. Los libros de texto usados se entregarían a cambio de los nuevos, como se hace con los directorios telefónicos (en Torreón éstos suman alrededor de 175 toneladas por año), o bien devolverlos el último día de clases. Los niños podrían quedarse con los que quisieran (a nuestra hija le gusta conservar los de Lecturas) y entregar aquéllos que no se van a aprovechar. Los que estén en buen estado se llevarían a un centro de acopio: los centros educativos a los que no se les entregue o les hicieran falta, conseguirían solicitarlos: casos como el de la escuela de la colonia Zaragoza Sur, por ejemplo.
Por su parte, los dañados, rotos, los de trabajo, se enviarían a reciclar. En el correo electrónico que recibí de la Conaliteg, me indican que: “por el momento no hay ningún programa institucional de reciclaje de libros, porque puesto que los libros de texto se hacen con recursos federales, el trámite administrativo para proceder a su destrucción y reciclamiento es muy complejo”. Añaden que la SEP y este organismo trabajan en un proyecto a mediano plazo sobre el asunto.
Pero reutilizar el papel debiera ser un objetivo de primer orden, sobre todo porque ellos mismos reconocen que utilizar papel reciclado en la elaboración de los libros de texto evitaría, en un plazo de cuatro años, cortar 11 millones 680 mil árboles correspondientes a 292 kilómetros cuadrados de bosque, casi la superficie del Distrito Federal y ahorrar 481.7 millones de kilowatts-hora, equivalentes al consumo de 16 mil 319 casas habitación en un año y se impediría arrojar a la atmósfera tres mil 525 toneladas de partículas sólidas contaminantes.
No es posible esperar al proyecto a “mediano plazo”: este mismo año podemos llevar los libros a las escuelas de nuestros hijos. De su reciclaje se obtendrá, quizá, alguna pequeña ganancia para invertir en materiales educativos, por ejemplo. Pero la mayor recompensa será educar en el respeto a la naturaleza, en el cuidado de los textos para dejarlos en buen estado para otros y en pensar en soluciones colectivas, no individuales.