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Que no me cierren el bar de la esquina

Adela Celorio

Dijo el agua que el vino hacía hablar en vano a los hombres y dijo el fuego que las bestias mean agua. Ramón Llul

“Y el alcohol, ah, gran cosa el alcohol. Aunque como muy bien puntualizaba un amigo mío cuando le predicaban sus peligros, yo nunca he bebido alcohol: siempre he preferido el whisky, la cerveza, la ginebra, el tequila, etcétera” afirma Fernando Savater con quien yo siempre estoy de acuerdo.

El vino es tan bueno que hasta Jesús -inspirado seguramente en una tradición que durante milenios ha formado parte de la ceremonia del Shabat en la religión judía- lo bendijo.

Y no hay que olvidar que su primer milagro en las bodas de Canán, consistió precisamente en convertir el agua en vino. Desde entonces, ninguna celebración es una celebración total sin ese elemento fundamental. Sería yo una ingrata si no reconociera los magníficos momentos de mi vida que el vino ha apadrinado y la predilección que siento por ciudades como Madrid, donde es imposible caminar más de una calle sin encontrar un bar amable en el que hombres, mujeres y niños entran y salen a cualquier hora del día para desayunar un café cortado y una ración de churros, abrir el apetito más tarde acompañando el vermú con unas crujientes patatas.

Entre tiempos beber una caña o dos; unos chatos de tinto o de blanco para disfrutar como Dios manda de unas croquetas y así, de pie frente a la barra de cualquier bar y codo con codo con no importa quién, uno nunca se siente solo ni triste.

El vino como el tabaco (antes de que nuestros vecinos del norte decidieran satanizarlo) ocupan su lugar entre las buenas cosas de la vida. Otra buena cosa es la libertad para que cada cual determine la cantidad que ingiere según su grado de responsabilidad.

Ahora que si ésta no da el ancho, pues para eso está la Ley y ante ella, no hay derechos humanos que valgan. Sin embargo, beber en exceso y ponerse necio en querer manejar, es propio de borrachos, por lo que en esta capital -con tan abundante y variada oferta etílica- como en muchos otros lugares del mundo se ha hecho necesario prevenir hasta donde es posible, los terribles accidentes que provoca la irresponsabilidad de algunos bebedores, mediante el uso de alcoholímetros.

En teoría está muy bien pero; detenga usted a alguien pasado de copas para decirle que sople el pitito y ahí lo quiero ver. Ponga usted en un vaso largo la necedad de un borrachito, añádale dos cubos de hielo y la mala leche de dos patrulleros y tendrá usted el explosivo cóctel que está de moda en esta capital. Retenes con el alcoholímetro, listo, se apostan en lugares estratégicos y cuando uno menos lo espera: ¡Sople aquí! Y si su nivel de alcohol califica, queda usted arrestado por treinta y seis horas, más lo que se acumule en el camino por retobos y malos modos propios de la mala uva. No me ha tocado todavía que me pongan a soplar y será difícil que me pesquen fuera de base porque nunca he tenido inconveniente en que mi Querubín maneje, y como lo más fuerte que bebe él, es café con leche; pues sólo espero que este asunto de los alcoholímetros se ponga en manos de gente intachable, ya que de otro modo podría degenerar en una nueva fuente de corrupción.

A mí que no me cierren el bar de la esquina y por si acaso, repito a todas horas la oración de Groucho Marx: “Cuídame Señor porque soy lo único que tengo”. adelace@avante.net

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