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¿Qué política exterior?

Ramón Cota Meza

El tercer año de gobierno nos trae los primeros cambios de secretarios. Diversas fuerzas presionaron para lograrlos, y no sería remota una recomposición más amplia. El nuevo canciller parece perfilar una diplomacia centrada en el comercio, tema de su especialidad. Su nombramiento puede verse también como recíproco de la designación del embajador de Estados Unidos, Tony Garza, cuya prioridad también es la promoción comercial.

La balanza se ha inclinado en este caso hacia quienes, dentro y fuera del gobierno, piensan que el involucramiento de México en asuntos de seguridad internacional perjudica áreas más vitales de su relación con Estados Unidos. Quienes vimos el peligro de un problema así desde que México anunció buscar un asiento en el Consejo de Seguridad de la ONU, lamentamos haber tenido algo de razón.

Sin embargo, esa responsabilidad ya está aceptada, y sería vergonzoso que México la rehuyera sólo por no perjudicar sus relaciones comerciales. El tema viene al caso porque ahora no sólo tenemos el emplazamiento de guerra con Irak, sino un foco mucho más rojo en Corea de Norte. El desconcierto priva en la Casa Blanca. El gobierno sigue haciendo de Irak su enemigo principal (sin sustentar sus cargos), mientras el desafío norcoreano le presenta un peligro mucho más claro e inminente.

Las pruebas que Estados Unidos dice buscar en Irak el gobierno de Corea del Norte las ostenta.

Los escenarios imaginables a partir de esta nueva situación son bastante siniestros y plantean a México la necesidad de una nueva definición. El exsecretario de Estado Warren Christopher urge al gobierno de Bush a concentrar su atención en Corea del Norte y bajar la tensión con Irak.

La recomendación parece tener sentido táctico porque ofrece una salida provisional al embrollo en Irak y sugiere los primeros pasos de una solución diplomática en Corea del Norte con el concurso de Corea del Sur y China al menos. El unilateral gobierno de Bush no ha definido hasta ahora una posición clara.

Algunas voces desempolvan la “teoría de las dos guerras”, la idea de que Estados Unidos está o debe estar preparado para pelear dos guerras simultáneas en lugares lejanos entre sí.

De hecho, el escenario de guerras simultáneas en Oriente Medio y Corea del Norte ha sido considerado por el Pentágono desde el primer periodo de Clinton. La consumación de esta hipótesis sería lo más parecido a una tercera guerra mundial.

Es claro que México debe considerar esta eventualidad antes de presentar una posición en el Consejo de Seguridad. Voltear a otra parte sólo para no dañar las relaciones comerciales con Estados Unidos sería irresponsabilidad muy grande y un retroceso en la historia diplomática nacional.

Por otra parte, una diplomacia centrada en el comercio, aunque parezca práctica, trae consigo por otra parte el riesgo de reducir la actividad diplomática a promoción comercial. Esta idea ya había aparecido en algún discurso de Fox al inicio de su administración, de modo que la preocupación tiene bases.

Otro riesgo es que los temas tradicionales de cooperación y ayuda en educación y combate a la pobreza queden encuadrados como temas comerciales. Estados Unidos se inclina por esta política y tiene eco en el “compacto global” de la ONU y otros organismos multilaterales. Adoptar esta línea podría significar abandono de áreas donde la cooperación entre ambos gobiernos debería ser decisiva.

Para poner un ejemplo, el acceso de estudiantes mexicanos a universidades de Estados Unidos está restringido por los altos costos. Ahí se requiere una cooperación gubernamental más activa para nivelar la situación.

Otro rubro que exige atención es la coordinación de esfuerzos de combate a la pobreza. La sociedad estadounidense tiene gran experiencia y fortaleza en desarrollo de la comunidad. Algo de esta energía fluye en México a través de organizaciones cristianas no católicas que funcionan como centros de apoyo comunitario. Tienen tanto éxito que hay intentos católicos por imitarlos. Hace falta una política para facilitar el intercambio de otros tipos de experiencias, desde la formación de bibliotecas, el funcionamiento de las juntas escolares, las cooperativas agrícolas, los centros recreativos, determinados servicios y actividades de nivel municipal.

Al mencionar estos aspectos nos percatamos de que son los mismos que están en el origen de la democracia estadounidense, ejercicios de libre asociación en la más amplia gama de actividades, como lo percibió Tocqueville. Abrir cauce a esas energías requiere ver a Estados Unidos con ojos más demócratas que republicanos.

La política exterior mexicana está determinada en gran medida por cómo se ve a Estados Unidos. Castañeda quiso infundir una nueva visión, pero le tocaron los eventos, el socio y el discurso erróneos, de modo que, por un lado, pareció demasiado solícito con la Casa Blanca y, por el otro, tuvo que tomar distancia, obligado por los acontecimientos.

La experiencia de Castañeda deja claro que una política muy cercana al gobierno de Estados Unidos trae consigo el riesgo de ser arrastrados a conflictos ajenos a los intereses nacionales.

Castañeda no se dejó arrastrar, pero sólo a costa de objetivos que consideró más importantes. El azar del 11 de septiembre jugó su parte, es cierto, pero el excesivo acercamiento de México era visible desde antes. Así que, aun sin 11 de septiembre, esa política habría enfrentado su prueba de fuego en algún otro escenario de tensión mundial.

Dada la asimetría de la relación, el dilema se antoja inevitable, pero México puede reducir riesgos, no acercándose mucho ni echando todo en el saco del TLCAN.

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