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Radicalismo panista

Federico Reyes Heroles

Si usted es de los desesperados porque pasarse los altos pareciera un deporte nacional, si es usted de los que producen bilis cuando los “abusadillos” se van por el acotamiento para evadir la cola del peaje, si usted es de los que sufre por las sistemáticas faltas de respeto o francas majaderías que los mexicanos nos infligimos a diario a nosotros mismos, si es de los que va perdiendo la esperanza de que con toda su buena voluntad el “régimen del cambio” de verdad cambie las cosas, probablemente es usted un radical.

Su radicalismo consiste en desear que impere un estado de derecho en el cual las normas se respeten y los ciudadanos comunes seamos defensores de una convivencia basada en la igualdad frente a la ley.

Mucho se habla del estado de derecho y sin embargo pocas medidas de verdad apuntan a la raíz de los problemas. A pesar de todo hay una buena noticia en el horizonte.

Algo de historia es inevitable. ¿Por qué es nuestro estado de derecho tan débil? Explicaciones hay varias, la más evidente en la cual no me canso de insistir es que no hemos formado ciudadanos cuyos reflejos apuntalen ese orden deseable.

Cuando alrededor de un 14 por ciento de la población considera correcto hacerse justicia por propia mano o cuando sabemos que tres de cada cuatro mexicanos aprueban sólo respetar aquellas normas con las que están de acuerdo, debemos admitir que algo está podrido y no es en Dinamarca sino aquí.

Hoy por lo menos ya se habla del tema y no parecemos traidores a la intocable “mexicanidad” quienes lo mencionamos.

El problema del estado de derecho no sólo cruza sino que nace en los mexicanos. Imposible negar la realidad.

Hay sin embargo explicaciones de por qué reaccionamos así. Nuestro estado de derecho es débil por las múltiples resistencias a aceptar el carácter general de las normas, esencia del pacto social moderno, es decir que éstas abracen a todos, sin excepciones, ni entre los ciudadanos, ni entre los gobernantes.

Por qué sólo un pequeño grupo de mexicanos paga impuestos y otros no, —se calcula que alrededor de unos 12 millones de compatriotas lucran de la economía informal—; por qué un grupo de mexicanos no pueden optar por la propiedad privada de sus tierras; por qué ciertos sindicatos y sus líderes si pueden heredar plazas laborales o perpetuarse en sus cargos de forma vitalicia; por qué sólo algunos grupos de mexicanos pueden pescar ciertas variedades; pero también por qué el Legislativo y el Judicial se resisten a presentar cuentas públicas como lo hacían los universitarios hasta hace un par de años; por qué no todos los jueces son de verdad independientes.

Por qué no logramos convencernos de que sin un inquebrantable principio de igualdad ante la ley no podremos fincar un estado de derecho. Dos gérmenes de iniquidad jurídica están en el horizonte: los ciudadanos de excepción y los jueces de excepción.

La debilidad del estado de derecho encuentra en los llamados tribunales especiales una de sus deformaciones centrales. En México buena parte de los litigios son tratados por jueces y no todos los jueces de verdad lo son.

La historia es larga. La cultura legal ibérica y posteriormente la iberoamericana dividieron al mundo entre las leyes de Dios y las terrenales. De allí surgió la tríada de legislaciones, la real, la eclesiástica y la militar que imperó en la Colonia.

Las diferencias básicas frente a la ley no fueron combatidas, por el contrario se multiplicaron.

Además de los fueros, la legislación real fue absorbiendo nuevas áreas, tribunales de lo civil, lo penal, de la tierra, del agua, fiscales, de los indios, como se les denominaba. Se calcula que al llegar el siglo XIX, cuando se fraguó la Constitución de 1812 —ver el texto de Linda Arnold en Vicios Públicos Virtudes Privadas, coordinado por Claudio Lomnitz— por lo menos existían 23 tribunales de jurisdicción especial.

El Poder Judicial terminó siendo la excepción frente a las excepciones. Se mutiló tanto al Judicial que éste no se arraigó como debía.

Aunque los criterios de igualdad republicana avanzaron notablemente en la segunda mitad del siglo XIX, en el XX la deformación seguía allí.

En parte el origen de juicio de amparo frente a las autoridades surge por la necesidad ciudadana de contar con una protección frente a la multiplicación de instancias jurisdiccionales, que decían el derecho, sin ser jueces de pleno derecho.

Por desgracia en el siglo XX se volvieron a encontrar motivos para crear tribunales especiales.

La materia agraria, la laboral y la administrativa fueron las más importantes.

Se sangró al Poder Judicial, pero también con estos actos se hirió un derecho ciudadano básico: que sean verdaderos jueces los que resuelvan las controversias. Lo mencionamos en la entrega pasada: parte de la ausencia de inversión histórica en el agro mexicano proviene de la inseguridad jurídica.

Imaginemos el cúmulo histórico de litigios que han sido procesados por jueces que no pertenecen al Judicial.

Simplemente las sucesiones de la propiedad rural conforman buena parte del patrimonio histórico de las familias mexicanas, de la nación en sentido amplio.

Por fortuna lo electoral ya dio el paso.

El 24 de abril, la bancada panista en el Senado presentó un importantísimo proyecto de reformas constitucionales que precisamente pone en la mira a los tribunales especiales.

Las resistencias serán bárbaras, pues buena parte del México corporativo y sus presiones y corruptelas, sobretodo en lo agrario y lo laboral, encontraba en esta fórmula un excelente parapeto.

De proceder las reformas, las juntas y tribunales de conciliación y arbitraje, los tribunales de lo contencioso-administrativo y los agrarios, pasarían a ser parte del Poder Judicial de la Federación y de los Judiciales locales, dependiendo de la materia y de la jurisdicción.

La viciada relación entre los ejecutivos y los tribunales especiales sería cortada de tajo.

Vicente Fox y el panismo tienen en esta propuesta de reforma la posibilidad de incidir en un asunto de verdad central para México. Ojalá y no caiga en el olvido.

La reforma propuesta daría un giro definitivo a nuestra vida institucional, al equilibrio de poderes, a la relación entre gobernantes y gobernados, así de sencillo, así de importante y de radical.

¡Qué alivio que entre tanto ruido inútil todavía persistan algunos radicales!

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