El recuento de los daños es superior. A las vidas perdidas, a los mutilados de guerra, a los damnificados, a los marginados, a la devastación y el saqueo, se agrega un daño cultural de largo alcance: La democracia se debilita, pese a la fuerza con que en su nombre se esculpen los más variados discursos.
En el fondo, la aventura militar de George W. Bush, Tony Blair y José María Aznar en Iraq es, quizá, el aviso más elocuente de un descalabro político-cultural de gran envergadura. Es algo que empezó atrás, casi con el milenio que prometía otro destino. La confusión y la miseria de una clase política disminuida, incapaz de redefinir su rol y elaborar las claves para construir un nuevo orden mundial, y que, en su desesperación, atenta contra la política y la diplomacia y hace una argamasa de la barbarie y la civilización. En nombre de la libertad y la justicia, esa élite vulnera increíblemente la esperanza democrática.
Peor todavía, los grandes líderes mundiales -si así se les puede llamar- enfocan mal la dimensión de esta crisis. Se engañan y engañan sin recato ni pudor político. Lo ven como un problema de reconstrucción y no de la recimentación de la democracia, el desarrollo y la justicia en un mundo global y abierto que, en un contrasentido, ahora refuerza y cierra sus fronteras en aras de la seguridad perdida.
La invasión de Iraq fue un baile donde se perdió el disfraz y se cayeron las máscaras que, de tiempo atrás, se venían deteriorando.
*** En esa confusión, los más osados y audaces se presentan como los más grandes políticos.
En la realidad, en ese baile nadie encuentra a su pareja. Los demócratas bailan con los tiranos, los tiranos con los revolucionarios, los revolucionarios con los conservadores, los conservadores con los populistas o demagogos, mientras los terroristas quieren hacer pasar la venganza como un acto de justicia. Todos bailan sin saber qué ritmo tocan y unos se tropiezan con otros hasta confundirse.
Cuanto más tratan de diferenciarse, más se parecen.
George W. Bush llegó mal y tarde al baile, con manchas en su título de nobleza democrática y con la idea pervertida de exhumar, en nombre de quién sabe qué dios, la Guerra Fría. Saddam Hussein cae del pedestal de su ignominia, envuelto en la bandera de su dictadura, reclamando la venganza de otro dios que, en el fondo, es el mismo. De la tercera vía que Tony Blair proponía sólo queda el collar del que ahora ata su cadena. El revolucionario Fidel Castro perdió el reloj hace tiempo y no sabe qué hora vive. José María Aznar, el muchacho dorado de la derecha demócrata, se hundió con el Prestige y, como todo náufrago, se aferró de lo que pudo, en este caso, del manto de un ranchero texano, ilusionado con la idea de convertirse en emperador del mundo. El heredero de la corona de la dinastía Kim sostiene el norte de la península que domina con un dedo, el pulgar con el que amenaza oprimir un botón nuclear. Osama bin Laden graba videoclips de burla.
Se acabó el baile, caen los disfraces. Los estadistas son un recuerdo, los mandatarios una pesadilla. Sin importar su origen democrático o no, unos y otros se fascinan en el espejo de los mandarines mientras los congresistas, su natural contrapeso, ni los miran. Ellos, los parlamentarios, no se preocupan del presente sino del futuro. Levantan la vista al horizonte que se presenta en forma de urna, vislumbran las papeletas electorales como el confeti del próximo baile donde, ellos, darán sus propios pasos, como si la historia fuera un problema de turno.
*** Las estampas de los grandes hombres que conducen el mundo, son fotos de estudio. Las fotos de los pequeños seres humanos son una tragedia. El arranque del milenio es la postal del agotamiento de un modelo, frente al cual la clase política no tiene una respuesta seria. El álbum de fotografías es terrible.
A martillazos, un pensionado intenta en vano romper las cortinas de acero de un banco en la Argentina para recuperar su fondo de retiro; ahí, la clase política terminó por colapsar la economía y la devaluación de la moneda se hizo acompañar de la devaluación de la política y, entre los escombros, Carlos Menem es una alternativa. El atentado terrorista contra las Torres Gemelas no termina, las torres no acaban de caer por más que los actos de venganza quieran borrar esa pesadilla y reivindicar tantas muertes inocentes. De la deposición de un mandatario se había hecho un término aceptado en el diccionario de la subcultura política, lo que no se había visto era la reposición del mismo mandatario mientras el país se hundía, como ocurre en Venezuela. Un tanto escondidas están las fotos de los espectadores que una noche fueron al teatro en Moscú, el espectáculo era terrible: Tenían que escoger entre morir a manos de los chechenos que los habían secuestrado o de los rusos que fueron a liberarlos. O también están las fotos de los turistas de Bali que descubrieron el terror, donde se presumía un paraíso. En el álbum, hoy desgarra la foto de Alí, el niño iraquí que perdió a sus padres y su familia a causa del misil que iba a liberarlo; es un tronco sin brazos con el pecho hirviendo; una brasa que arde por dentro, el símbolo agonizante -si todavía no ha muerto- del desastre de la política y la diplomacia. Si Alí vive, aguanta un dolor -cuentan las crónicas- que no resistiría una piedra; el divino tesoro es un carbón, incapaz de abrazar a sus libertadores. El rostro de los tres ejecutados en Cuba no es muy conocido, el revolucionario Fidel cuidó muy bien no hacer un símbolo de ellos y dar un castigo ejemplar. Tampoco hay fotos de Tony Blair dándose tiempo para grabar un “insert” en el programa de los Simpsons.
El álbum de fotografías es terrible. Las estampas de los mandatarios, una vergüenza. La clase política está en medio de una crisis, con el problema de que ellos traen las riendas del mundo -previno Giddens- desbocado.
*** La respuesta a esa crisis no es sencilla pero es claro que los poderosos del mundo están ensayando salidas sin solución, que llevan por marca el abuso del poder cualquiera que sea el origen de éste.
Analistas, filósofos y ensayistas buscan respuestas a la encrucijada que planteó el agotamiento del modelo socialista, la revolución en las telecomunicaciones, el vértigo de las decisiones económicas frente a la lentitud de las decisiones políticas, el resurgimiento de los nacionalismos y los fanatismos frente al desafío de la globalización. La respuesta no se ha encontrado pero, en el entretanto, la clase política ha hecho del abuso del poder y la violación del mandato recibido el recurso más a la mano para sortear la crisis de cuya dimensión no acaban de tomar nota.
En ese abuso, la democracia está siendo cada vez más lastimada y sobreexplotada. Un analista español se pregunta qué sentido tiene la democracia nacional, si las grandes decisiones económicas y financieras tienen un carácter transnacional. Estas decisiones se toman en latitudes distintas a donde se van aplicar y, como agregado, las toman no personajes electos sino designados. En el mejor de los casos, los ciudadanos eligen a quienes aplicarán políticas y decisiones no sancionadas por ellos pero que, irremediablemente, repercutirán en su vida cotidiana.
En ese abuso, las interrogantes que deja la aventura militar en Iraq son múltiples. Nadie eligió a Bush, Blair y Aznar para inaugurar la era de “los ataques preventivos”, fincados en una sospecha y por encima de los órganos multilaterales que la sociedad mundial se dio para gobernar los conflictos mundiales. Y, menos todavía, para que en nombre de la libertad y la seguridad terminaran por limitar derechos y garantías producto de largas luchas. O para que en nombre de la civilización -¿cuál civilización?- se cometan actos de barbarie o se construyan imperios sin justificación.
Ese recuento de daños no ha sido hecho y, quizá, es el más costoso. Libertades como las de tránsito, de expresión, de manifestación, de credo que, siendo pilares de toda democracia, se están viendo dañadas por la incapacidad de plantearse un nuevo modelo de convivencia. Valores como los de tolerancia y pluralismo sucumben frente al afán de construir un imperio de pensamiento único. La aventura militar en Iraq pone al descubierto esto que, por lo demás, se venía incubando de tiempo atrás en muy distintas latitudes del planeta.
*** La democracia está herida. Que los tiranos o los terroristas atenten contra ella no constituye una novedad. Lo extraordinario es que, durante los últimos años, quienes la han vulnerado y mancillado sean en muy buena proporción quienes emanan de ella y en su nombre la torturen y la expropien a los ciudadanos.
En el recuento de los daños, y aun cuando se quiera desconocer, hay una terrible derrota cultural que es preciso revertir. Pueden confundirse los políticos, bailar tiranos con demócratas, tropezarse unos con otros, pero no se les debe permitir que expropien a los ciudadanos la esperanza democrática. No es de ellos.