Nuestra gente, entre las muchas herencias que recibió de sus conquistadores, una de la más poderosas fue su religión y con ella hermanada, recibió un cúmulo de supersticiones, que por desgracia, están tan adentrados en nuestro pueblo, como la vida misma.
Es conocido de la voz popular, aquello de “La fe mueve montañas” y quien tiene fe, está salvado. Algo de esto puede ser una realidad; pero también es un lastre que se arrastra en lo muy interior de la ignorancia de nuestra gente y es tierra fértil de la cual muchos vivales se aprovechan para cosechar y con ello, vivir en la “dolce vita” o sea vivir a costa de nuestra propia ignorancia.
Donaciano y don José, hombres de campo, hechos para el rudo trabajo, propio de su ignorancia y su necesidad, fueron dos miembros de nuestra comunidad, y que por allá por los años de mi juventud, conocí en mi pueblo. No había trabajo del campo que los arrendara, por duro que fuera y en aquellos años, obscura la mañana montados en sus jumentos salían a cumplir con sus obligaciones en el rancho del patrón, un español cuyo mandato siempre fue ley y cuyo lema era:
—Quien trabaja en mi ranchito, nunca le faltará qué hacer, nada más no olviden que “el día se hizo para trabajar y la noche para descansar”.
Por muchos años, sus pobres humanidades soportaron la dureza del trabajo, aunado a esto, la mala alimentación y el vicio de alcohol y aún cuando apenas pasaban la barrera del medio siglo de existencia, cuando los conocí eran unos viejos que casi rayaban en la ancianidad.
Por boca de Donaciano, me enteré que tanto él como su amigo José, habían contraído la enfermedad del “hoguío” que años después me enteré que era el asma. En poco tiempo, la enfermedad con sus estragos, los convirtió en unos esqueletos vivientes y casi morían en cada de uno de los muchos accesos de tos.
Miles de remedios caseros tuvieron que experimentar, y siempre obtenían la terrible decepción del resultado negativo para su mal.
Vecinos, con sólo unas “cuadras” de distancia, estaban en sus casas. Conocidos de toda la vida, nuestros personajes, aparte de la amistad, su misma enfermedad como que los había hermanado en su desgracia. Tan pronto uno de los dos tenía algún nuevo remedio, de inmediato se lo ponía en conocimiento al otro y a experimentar de nuevo.
Cierto día llegó a nuestro pueblo un viejo de años que se decía curandero. Un extracto salido de la escoria del pueblo, era la misma ignorancia viviente. “El niño Chanito” lo llamaban los vecinos. Vivía en un jacalucho, aparte del caserío de mi barrio.
Decían que ya había curado a muchos. Decían que lo hacía sólo con rezos acompañados de cánticos a muchos cientos de santos que nos han incrustado la creencia popular. También que acompañaba a sus oraciones con humos de copal y que con estos somerios, había sanado de sus males.
No fue raro que tan pronto uno de nuestros personajes supo la “nueva” del niño Chanito, se lo comunicara al otro y tan pronto pudieron, fueron a ponerse a sus “santas manos” y al estar ante la presencia del curandero le contaron el objeto de su visita y del mal que les aquejaba. Fueron testigos, mientras esperaban su turno, de los ritos que utilizaban el “niño” en sus curaciones. Preguntaron por el dinero que tendrían que pagar por sus curaciones y sólo recibieron por respuesta, una exclamación que más parecía un reproche.
—Dios no me ha dado la vida y su ayuda para curar a mis hermanos, para que me paguen. Sólo recibo velas para el altar y muchas oraciones para nuestro Dios hermanos.
—Vayan a sus casas y regresen más tarde. Báñense y póngase sus mejores ropas. Consigan dos caballos porque cuando termine de curarlos, puedan regresar a sus casas montados en ellos. Sus males son graves y voy a tardar mucho en la curación, además van a quedar débiles y creo que no van a poder caminar por algunas horas...
Con estas advertencias, mis amigos regresaron optimistas a sus hogares y después de cumplir con lo ordenado, pidieron prestados los caballos a amigos de sus confianzas.
Antes del atardecer, ya estaban de regreso con el “niño Chanito”, que para entonces ya se encontraba solo en su jacal. De inmediato empezó el rito de la curación. Primero hizo que de rodillas frente al altar, pidieran a Dios por su alivio. Después varias veces los hizo que brincaran un fuego en cuyas brasas, se consumía copal que en su espesa humareda, desprendía la aromatizada goma.
Después de varios minutos de seguir al pie de la letra, todo lo que el “niño” les ordenaba, llegó el rito final.
—Ahora en este petate que está aquí, se van a acostar y los voy a tapar con ésta sábana... Les dijo a la vez que les señalaba el rincón del aposento y el lienzo con que se cubría.
—Van a sudar mucho, así que desnúdense, acuéstese, cierre sus ojos y no dejen de rezar a Dios. Pero pidan con mucha fe, el alivio a sus males, pero sobre todo no abran los ojos.
Todo se cumplió conforme a las instrucciones y por varios minutos sintieron como si los rociaran con gotas de agua, sentían que el humo del copal, por momentos casi los asfixiaba. Luego escuchaban que el “niño Chanito” decía sus oraciones.
—Dios nuestro... Así como a los cuatro vientos arrojo esta agua, así te pido que tú Dios Todopoderoso, arrojes fuera del cuerpo de mis hermanos, todo el mal que los aqueja.
Alo lejos se oía el ruido del agua que arrojaban a la tierra y el murmullo de oraciones. Por mucho tiempo, nuestros personajes, cumplieron lo ordenado y permanecieron cubiertos con el lienzo y con los ojos cerrados y en constante oración. El cansancio propio de la incomodidad y después de permanecer en esa posición por casi una hora y sin abrir los ojos preguntaron.
—Niño Chanito. ¿Ya podemos levantarnos?... ¡Niño Chanito...!
Al fin se atrevieron a descubrirse y asombrados se miraron uno al otro y se pudieron percatar que estaban completamente solos.
Don José, dijo al fin:
—Yo creo que lo mejor es esperar un poco a que obscurezca y tapado con la sábana, voy a ir por ropa a la casa... ¿Ahora cómo le haremos para pagar los caballos?... ¡NIÑO CHANITO...! QUE JIJO DE TU...
TLALPAN, D.F., AÑO 2003