Las enfermedades y los accidentes lo tienen postrado en una silla de ruedas
GÓMEZ PALACIO, DGO.- En el rincón de una cantina, abandonado a su suerte en una silla de ruedas, Claudio “El Lobito” Adame, quien fuera destacado boxeador en los años cincuenta y sesenta, enfrenta la pelea más importante de su vida.
Ahí está él, en un lugar oscuro, sin ventilación, de apenas cuatro metros de fondo por doce de ancho, como una especie de caja de zapatos, que da lugar a una vieja barra de madera, a unas cuantas mesas y sillas de plástico, desde su entrada se perciben fétidos olores.
Claudio, de 63 años de edad, llegó a “La Barca de Oro”, en esquina de calle Escobedo y avenida Bravo, en junio del 2003, a instancia de los cantineros Beto y José, además de que ahí trabaja su hermano Miguel, siete años mayor que él, quien se encarga de preparar la botana diaria.
Hace seis años fue corrido de la casa paterna por problemas familiares, una banca de la plaza “Benito Juárez” fue su dormitorio durante varios meses, después le dieron albergue en la bodega de un “hotel de paso”, en donde compartía el espacio con perros y gatos.
“Esto que me pasó no se lo deseo a nadie”, alza su voz, mientras se acomoda en la silla de ruedas, que está cerca de la ruidosa rockola y sobre ella una repisa con un televisor de colores.
Su rostro enjuto, de color moreno, cubierto por una barba cana, se contrae para recordar que desde hace años sus piernas empezaron a hincharse, de tal manera que no se podía sentar ni recostar, tenía hongos, la gangrena iniciaba.
“La noche del cuatro de agosto, mi amigo Carlos me llevó a Urgencias del Hospital General B, porque no podía ni pararme, la sábila que me untaba en las llagas no hacía efecto”.
Su gesto se reanima al recordar que lo iban a dar de alta a fines de agosto, “pero dos días antes me caí en la noche, cuando fui al baño, para mi mala fortuna me clavé un fierro en el talón del pie derecho”.
Pus y sangre brotaron de aquel pie, los médicos hicieron una prueba al día siguiente, el veredicto fue determinante: amputar la pierna gangrenada.
No estuve de acuerdo en ello —reclama en tono airado—, “pues durante 30 días nunca me atendieron como debió ser, nunca fue un médico a revisarme, sólo iban las enfermeras a preguntar ¿Ya hizo pipí? ¿Ya hizo popó?”
“Creo que con un buen tratamiento pude haber salvado la pierna derecha, siento como si la tuviera todavía, aún me duele”, mientras se agarra el muñón que quedó de la amputación.
“El día que me la amputaron —domingo siete de septiembre—, me sacaron del cuarto por una ventana, la anestesia fue de la cintura hacia los pies, me dí cuenta de todo, sentí el desprendimiento de mi pierna, escuché la conversación de médicos y enfermeras, una de ellas murmuró que estaba muy apestosa.
“Estos doctores y enfermeras de hoy, no son como los de antes, en la víspera del Año Nuevo de 1958 me apuñalaron afuera del desaparecido Club Azteca, después de golpear a un sujeto que se quiso pasar de listo con mi esposa Margarita Fassio.
“Me esperó a la salida, era un carnicero que años atrás había tenido algo que ver con Margarita, por la calle Mártires, entre las avenidas Hidalgo y Morelos, recibí dos puñaladas que me pusieron al borde de la muerte”.
Se levanta la camisa de cuadros que lleva puesta, muestra el pecho, totalmente invadido por el mal del pinto, que apenas deja asomar la cicatriz de la primera puñalada.
En su costado izquierdo aparece otra cicatriz, de aproximadamente ocho centímetros de longitud, “ésta fue la más grave, pero la libré, en ese mismo hospital me atendieron, era de adobe en esa época, apenas lo estaban construyendo, las enfermeras y los doctores le ponían más atención a uno”.
La cantina se asfixia con las bocanadas de humo de los parroquianos, sus gritos abruman a Claudio, decide salir un rato a la calle para despejarse un poco.
A unos cuantos metros del bar, afuera del taller de sastrería Castañeda, hay dos enormes pingüicos, cuyas frondosas ramas forman un mágico dosel, que da una sombra placentera, en medio de esos dos árboles hay un viejo tronco que sirve de banca.
Acomoda su silla, de tal manera que pueda apreciar su alrededor con el ojo izquierdo, pues con el derecho dejó de ver desde hace años.
“La vista me empezó a fallar desde que era boxeador, en mi penúltima pelea, el 27 de julio en Long Beach, California, contra el original Rodolfo “El Gato” González, ya no veía bien”.
Con el paso del tiempo las cataratas opacaron sus ojos, “en el 2000, un amigo consiguió que me operara un especialista en la ciudad de Durango, nada más logré recuperar la vista del ojo izquierdo”.
“Esto me pasa por estúpido”, dice al tiempo que tira un golpe con su puño derecho en señal de impotencia, “no debí haber permitido la amputación, en enero de 1961, días después de haber peleado contra Ricardo “El Pajarito” Moreno en Torreón, me balearon en Ciudad Juárez, Chihuahua”.
Se sube de nueva cuenta la camisa para mostrar los impactos que hicieron blanco en su estómago, “en Juárez me pusieron unos plásticos en los intestinos para que siguiera con vida, no sé por qué aquí no pudieron salvar mi pierna”.
Al ser dado de alta el 15 de septiembre, regresó a “La Barca de Oro”. “Miguel me había ofrecido buscar un cuarto con baño para que estuviera cómodo, pero han pasado los días y sigo aquí. Los cantineros me dan de su comida, hay la voy pasando”, su rostro se ve demacrado, en el pómulo izquierdo aparece un moretón, producto de uno de los golpes que ha sufrido al caerse en los últimos días, cuando acude a hacer sus necesidades fisiológicas.
“Apenas la semana antepasada retiraron los puntos, me dolió mucho, la enfermera no tenía práctica, los quitó de una forma brusca, me sangró la herida”, se agarra su muñón y hace un gesto de dolor para corroborar lo sucedido.
El tráfico vehicular ha aumentado en la calle, el sonido insistente del claxon de un taxi que trata de levantar pasaje, lo irrita, “ya estuvo bueno, bájale b...” vocifera.
“Hace días me puse a buscar en los avisos de ocasión un médico especialista que pueda atenderme bien” y sin avisar a su hermano Miguel le llamó a un taxista, hijo de un ex boxeador, para que lo llevara a Torreón con el cirujano Luis Antonio Chávez Heredia.
“Este doctor sí me atendió bien, revisó el pie izquierdo detenidamente, sugiere internarme ocho o nueve días para que se desinflame la pierna, pues están tapadas las venas”.
Se quita el guarache de color negro y deja descubierto el pie izquierdo, completamente hinchado, con tres enormes puntos de pus.
Arremanga poco a poco el pantalón, aparece la pantorrilla, llena de llagas de color negro, de diferentes tamaños, “son hongos”, su dedo índice señala algunos de ellos.
La preocupación aparece en su rostro, el cual afeita una o dos veces por semana en la peluquería de su amigo “El Güero” Costabella, “me cobran cinco mil pesos por internarme, el doctor cree que en una semana puede desinflamarse la pierna, me quedan mil pesos de los once mil que juntaron en una función de box, organizada el 22 de agosto en mi beneficio.
“No quiero que me amputen la otra pierna”, en su semblante aparece un gesto de tristeza, acompañado de una lágrima, en seguida levanta sus puños en señal de pelea, “voy a luchar hasta el último por salvarla”.