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Religión y política

luis f. salazar woolfolk

El debate entre religión y política recurre en nuestro país, en ocasión de las declaraciones de obispos que opinan sobre el actual proceso electoral federal y respecto a las posturas de algunos Partidos en cuanto al aborto, la eutanasia, la manipulación genética, el matrimonio entre personas de un mismo sexo y otros temas tan cercanos a la moral como al orden jurídico.

La Iglesia es la comunidad de fieles que reconocen a Cristo como cabeza y por tanto, la Iglesia es parte de la Sociedad. En ese sentido, todo cristiano obispo o fiel, está legitimado para opinar sobre cualquier tema, como ciudadano titular del derecho constitucional de libertad de expresión de ideas.

Es cierto que tanto la Constitución como el derecho Canónico, prohíben a los ministros de culto participar en política de partidos. Sin embargo, dicha prohibición no les impide trabajar por el bien común, ni los excluye del debate de las ideas como tales, sean o no sostenidas por equis partido.

Interpretar la norma en otro sentido, implicaría una represión intelectual, o reservar la exclusiva del debate ideológico al Gobierno y a los Partidos, lo que no es admisible en una democracia.

En los albores de la humanidad religión y política son una misma cosa, como se observa en los textos bíblicos y en las teocracias de la antigüedad. La confusión no es obra del Cristianismo y por el contrario, la doble naturaleza humana y divina de Cristo, establece una división entre la institución de la salvación (Iglesia) y la institución del dominio (Estado).

La doctrina según la cual hay que dar a Dios y al César lo que a cada uno corresponde, separa los dos oficios: Después de Cristo, no se puede ser rey y sacerdote a la vez. La influencia de la filosofía aristotélica sobre el pensamiento de la Iglesia, instaura el principio de los dos órdenes. El imperio espiritual del Papa reafirma la autoridad del príncipe, que a fines del siglo dieciocho desemboca en el Absolutismo.

Con la revolución Francesa, la noción del Estado soberano y nacional, la ciencia, el derecho, la percepción del mundo global y la exaltación de la persona individual como fenómenos impulsados por el Cristianismo, se vuelven contra su matriz la Iglesia y en especial, contra la Iglesia Católica Romana.

Se plasma la división entre religión y política en la realidad humana, que no implica la desaparición de la religión, sino el fin de su papel totalizador en una sociedad que pasa a ser abierta y plural. Termina la edad de la religión como estructura de gobierno y deja un vacío que desemboca en la adoración del Estado socialista y sus versiones comunista y nazi.

La sociedad humana actual ya no es cristiana, pero pasó por esa experiencia. Está marcada por ella y la Iglesia existe como parte de la Sociedad en cada uno de sus fieles, que viven la dualidad en su condición de ciudadanos.

A raíz de la Revolución Francesa, el Estado Liberal prescinde de todo punto de referencia ética y se transforma en una instancia persecutoria de la libertad religiosa.

Por su parte, el alto clero aborreció al liberalismo y al pensamiento de las luces, a los que en forma indebida confundió con la Revolución; rechazó aquel presente y renunció a la rica tradición filosófica y racionalista de la Iglesia.

Para el cristiano el principio de división de los dos reinos es fundamental, pero no es fácil en la práctica vivir tal distinción; por ello el cristiano se debate entre la opción del martirio y el existencialismo estoico y por eso encontramos cristianos conservadores, cristianos revolucionarios y una tensión recurrente entre ambas posturas.

Los cristianos, obispos y fieles, tienen derecho al uso de la palabra, porque el Estado no puede estar por encima de la sociedad, ni de sus diversas propuestas éticas. El Estado debe reconocerse instrumento de la comunidad humana, sujeto pasivo del mandato de los ciudadanos, contingencia histórica limitada, simple medio y no fin en sí mismo.

En el caso, los partidos que se sienten aludidos por las palabras de los obispos, reaccionan mostrando una intolerancia frente al derecho de la libertad de expresión, que contrasta con la laxitud permisiva de costumbres que proclaman en sus plataformas.

No faltan voces que aconsejan a la Iglesia enmudecer, para evitar el atractivo que suele suscitar lo prohibido para ciertos caracteres inmaduros.

La Religión Cristiana invoca a un Dios vivo que camina con el hombre en el devenir de la historia. Pensar en un Cristianismo que no proclame el evangelio, que carezca de fundamento ético, proyección e influencia social, es inconcebible.

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