Arturo González González
El Siglo de Torreón
CD. LERDO, DGO.- Son las once de la mañana. El calor empieza a apoderarse del ambiente, minuto a minuto, grado a grado. Pero esto poco parece importarles a las decenas de lerdenses que se encuentran a la entrada del panteón municipal, ya sea comprando flores, cargando agua o afinado instrumentos, para ir a rendirle tributo a sus madres frente a la tumba en la que sus restos descansan. Es Diez de Mayo y en este cementerio el color, la comida y la música revisten el mármol, el metal, la piedra y la tierra de los sepulcros.
Desde personas solas hasta familias enteras caminan en diferentes direcciones buscando o recordando el lugar en el se encuentran los restos de la festejada.
Una anciana le comenta, a manera de advertencia, a su nieto adolescente que le acompaña: “la dejaron hasta la orilla... a ver si no me dejan a mí así cuando me muera”.
Otra mujer, con un ramo en un brazo y una cubeta en el otro, se dice a sí misma pero en voz alta: “a ver si encontramos a la mamá”. Parece que llama a los recuerdos.
“Échale más jabón de aquél lado”, le dice un papá a su hijo mientras talla con cepillo la lápida de su esposa, o quizás sea de su madre. Su ánimo es tal que pareciera querer gastar la piedra hasta toparse de nuevo con ella. El hijo, con sus pantalones tumbados y su playera de basquetbol obedece lo que se le ordena.
El sol pega a plomo. Bajo una lona, tres mujeres de entre treinta y cuarenta años, acompañadas de sus hijos, comen sentadas a un lado de una tumba que se observa decorada con coronas y jarros con claveles, gladiolas y rosas.
Otra familia se resguarda cerca de los árboles mientras beben aguas frescas e ingieren helados de sus platos.
A unos cuantos pasos, sentada en una silla, debajo de una sombra que le proporciona un pinabete, María del Socorro Aragón de López con 73 años de edad, espera a su marido y a su hijo, quienes, dice, “ahorita andan llevándole flores a una señora, a una tía, por eso me dejaron aquí”.
Desde hace 34 años, María del Socorro viene al panteón municipal de Lerdo todos los Diez de Mayo a festejar a su mamá, María de los Ángeles Bustamante.
“Mi mamá era una persona muy amable”, comenta con voz suave y quejumbrosa. Vivió aquí en Ciudad Lerdo toda su vida. Su esposo se llamó Fernando Aragón y con él tuvo siete hijos. Murió a los 72 años enferma del corazón. “Vivió, pues, rodeada de amor, de sus hijos, de sus familiares y aquí está enterrada”.
Después de un silencio de viento y trinos, María del Socorro confiesa, “cada Diez de Mayo venimos a traerle flores. Hoy viene mi esposo, mi hijo y yo. En la tarde viene mi hermana Chelo, mi hermano Albino”.
Más adelante, aclara: “mi mamá está a la entrada del panteón. Aquí están mis suegros, en esta parte de aquí —y señala a su espalda unas criptas blancas con imágenes de santos.
¿Cómo recuerda a su madre?
—Como una persona amable y cariñosa, bondadosa... como las madres son. Entregada a sus hijos. Siempre nos protegió, siempre nos alimentó, siempre nos condujo por la senda recta. Yo la recuerdo con mucho cariño.
Físicamente ¿cómo era?
—Era chaparrita, delgada, blanca...— contesta con esta descripción sobria.
Y Socorro recuerda, mojando el viento que choca con sus ojos: “siempre nos daba de almorzar antes de las ocho, para irnos a la escuela. A la una comíamos A las seis y media o siete estaba haciendo ya frijoles. Nos daba de cenar a las siete y media, para que nos durmiéramos temprano porque antes no había televisión, lo único que había era radio, entonces nos dormíamos temprano y temprano nos levantábamos a bañar para irnos a la escuela.
¿Dónde vivían?
—Aquí vivíamos por la avenida Coronado 470. Y ahí seguimos viviendo. Desde que tengo cinco años ahí vivo.
Oiga, usted ya también fue madre e imagino que ahora es abuela...
—Tengo pocos días de ser abuelita, un mes apenas... y, es muy bonito ser abuelita.
Antes de despedirse, dice: “nuestra familia no fue modelo en el sentido de que tuviera mucho dinero, en ese sentido no. Pero fue modelo porque, gracias a mi madre, mis hermanos nunca fueron muchachos tomadores ni que fueran por mal camino. Sino que fueron muchachos que se dedicaron al trabajo. Siguen siendo buenos padres, buenos esposos, buenos abuelos... y creo que con eso es suficiente”.
La gente sigue con sus escobas barriendo las tumbas y limpiándolas con agua y jabón. El líquido de las pilas del panteón se terminó. Un camión pipa del Municipio ya se encuentra llenándolas de nuevo. Por doquier resaltan los rojos y amarillos de las flores.
La mayoría de los sepulcros son de piedra, algunos de mármol. Las más humildes, sólo un montón de tierra. Tal es el caso de la que sirve de reposo para la señora Belén Alanís Castaño, quien vivió, según la inscripción pintada en letras blancas sobre una cruz de metal azul, de 1932 a 1994. Alguien ya la visitó. Una botella de refresco enterrada en el montículo sirve de florero para unos claveles rojos y blancos.
En otra parte del panteón, una aglomeración de unas 20 personas anuncia a lo lejos una tragedia. Una mujer, cuya edad no pasa de los cuarenta, llora a su hijo Juan Antonio, quien acaba de ser enterrado unos cuantos minutos antes. Abrazada de su esposo, observa el sepulcro, cubierto con arreglos florales. Un globo metálico con figuras de balones de futbol se levanta sobre el suelo.
Casi al otro extremo del cementerio, se oye una tambora acompañar una voz que canta: “Por el amor a mi madre, voy a dejar la parranda... mi madrecita santa, me dice que ya no tome, la vida se está acabando y temo que me abandone...”. Alrededor, niños, jóvenes y adultos escuchan en silencio viendo hacia una tumba.
Cada esquina de este panteón municipal de Lerdo guarda sus historias. Historias que aparecen y cobran vida en días como este Diez de Mayo, tradicionalmente conocido y festejado como el Día de las Madres.