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¿Si cambiamos de nombre?.../Hora Cero

Roberto Orozco Melo

Los mexicanos vivimos desconcertados ante la ola de cambios que propone, y no dispone, el nuevo régimen; pero el que se ha iniciado para renombrar a nuestro país nos mete a un conflicto absolutamente innecesario. El ex presidente de la Cámara de Diputados, Felipe Calderón Hinojosa, miembro de Acción Nacional por más señas, presentó una iniciativa de reforma constitucional para que el Congreso de la Unión sustituya el actual nombre oficial de nuestro país por su topónimo natural: México. Puede que don Felipe tenga razón, sería bonito, pero... ¿qué podremos ganar con esta reforma? ¿Impondrá una metamorfosis en nuestra idiosincrasia nacional, en la capacidad intelectual y en las virtudes morales del mexicano? ¿O sólo vamos cuidar que los terroristas de Oriente Medio no vayan a confundir a estos Estados Unidos con sus aborrecidos Estados Unidos? Cualquiera que sea el nombre de nuestro país seguiremos siendo los mismos, tendremos la misma deuda externa, afrontaremos idénticas carencias y viviremos al día “como la lotería”.

Cualquier enciclopedia define: “México o República Mexicana: Región geográfica de la América del Norte y etc., etc.”. La de México aclara: “México (cuyo nombre oficial es Estados Unidos Mexicanos) es una República, representativa, democrática, federal, etc..”. Pero México es también la cuenca geográfica, es una entidad federativa y es la ciudad capital de la República, que así mismo tiene otra denominación oficial: Distrito Federal. ¿También habría que cambiarla?

Estados Unidos Mexicanos imita al título oficial de los Estados Unidos de América -literalmente quisieran serlo- que así se llama por la influencia federalista de las colonias inglesas en América del Norte, inspirada a su vez en algunos ejemplos europeos. Los romanos constituyeron su federación al tiempo en que avanzaban sus conquistas territoriales. También se federaron los países que rechazaron su asedio, como Alemania, Holanda y las Ligas Suizas cuya unidad contuvo al Imperio romano y motivó su crisis final. Montesquieu, quien atribuía la creación de este sistema a los griegos, aseguraba, por tales experiencias, que la formación republicana federalista era capaz de resistir la fuerza exterior y mantener su grandeza “sin que el interior se corrompa, pues previene todos los inconvenientes”. Las naciones se unían en el deseo de ser más fuertes, ¿y cómo designar a tales uniones? Estados Unidos, off course.

En la Constitución Española de 1812, ya con la guerra de independencia mexicana en curso, aparece el primer intento de descentralización política, promovida por los diputados de la Nueva España a las Cortes de Cádiz, muy destacadamente por el Chantre Miguel Ramos Arizpe. Las Cortes autorizaron la creación de las Diputaciones en las Provincias Internas de Oriente, de Occidente, Nueva Galicia, San Luis Potosí, México y Yucatán, lo cual puso un avance de diversidad en lo que había sido un férreo control centralista del sistema colonial. Cada provincia, incluida la de México donde se asentaba el Virreinato, sería gobernada por un Jefe Político, pero ninguna tendría preeminencia política sobre las otras.

Sin tiempo suficiente para probar la eficacia de las Leyes de Cádiz, la declaración de independencia puso en blanco y negro al conflicto entre federalismo y centralismo, el cual constituía una pugna de conveniencia entre las clases sociales, mas que de ideología. Los privilegiados mantenían su tendencia centralizadora; pero sus contrarios, miembros de las clases de baja importancia económica, propugnaban por el federalismo. Aquéllas luchaban por no perder sus ventajas sociales, políticas y económicas y los otros por abrir las oportunidades de la política a los mexicanos no privilegiados.

Muchos años invirtió la flamante Nación mexicana en escarceos y rijosidades sobre su forma de gobierno, hasta que en 1823 tuvo lugar el Primer Congreso Constituyente que aprobó “El Plan de la Constitución Política de la Nación Mexicana” cuya autoría fue del contradictorio Servando Teresa de Mier. No resultó exitoso. Poco después, tendría lugar el Segundo Congreso Constituyente, donde Mier se declararía contrario a la Federación. Su aparente fobia antifederalista nacía de la repugnancia por la reproducción humillante del sistema yanqui, ajeno a nuestra idiosincrasia. Pero tampoco, como suele creerse, apostaba al centralismo. Argüía no concebir que en tanto Estados Unidos, medio siglo antes, había partido de la diversidad para llegar a la unidad, México pudiera surgir de la unidad a la diversidad. Fray Servando repudiaba el concepto de soberanía -como hoy está de moda hacerlo- y afirmaba que México jamás podría integrarse mediante “la conjunción de tantos soberanillos”.

Sin embargo y contra todo el 31 de enero de 1824, la Asamblea aprobó el Acta Constitutiva de la Federación Mexicana que consignaba la existencia de Estados independientes, libres y soberanos, en lo que exclusivamente tocara a su Gobierno interior, una fórmula casi igual a la que pervive en nuestro documento fundamental. El cuatro de octubre de 1824 se firmó la “Constitución Federal de los Estados Unidos Mexicanos” nombre oficial que se sigue respetando en las subsiguientes cartas constitucionales, con excepción de las leyes centralistas de 1836 y alguna otra, que no recuerdo.

El cambio de la designación oficial de México convoca, en tiempos para mayores responsabilidades, a una discusión bizantina, gratuita, irrelevante. La proposición de la bancada legislativa adicta al presidente Fox pudiera constituir uno más de tantos otros fracasados proyectos de cambio que se fundan en el deseo de grabar una impronta para su Gobierno y no en algo trascendente. Es decir, unos juegos floridos para perder el tiempo y entretener a la galería.

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