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Sobreaviso/El quiebre de la historia

René Delgado

Si por fascinante se entiende deslumbrante e impresionante, los últimos 10 años han sido eso. Ésa es, quizá, la primera conclusión que arroja la década que marca la vida de Reforma: un gran asombro aderezado con una muy sofisticada mezcla de esperanza democrática e incertidumbre política hacia el futuro. En el atropellado acontecer de ese lapso, la historia resolvió regalarnos -así hay que verlo- con la agonía y la génesis de muchos procesos que aún hoy no acaban de perfilar el horizonte mundial y nacional que habitaremos mientras la vida conceda permiso. Las decisiones y las indecisiones, los logros y los descalabros así como el azar y las circunstancias sacudieron al país y al mundo. No fueron ni con mucho 10 años más, fueron 10 años distintos que no acaban de revelar el signo de los nuevos tiempos y durante los cuales y en su correspondiente dimensión, la sociedad tuvo el privilegio no sólo de leer sino también de escribir y protagonizar su propia historia. Una historia que, cualquiera que sea su desenlace, marca un quiebre. Una historia que no siempre en tan corto lapso acumula y desencadena tantos y tan trascendentales acontecimientos.

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Las fronteras que parecían caer con el viento del comercio global se restablecieron con el soplo del miedo al terrorismo. Todo hacía creer que el paso franco a las mercancías era el preludio del nuevo hombre nómada que proponía Jacques Attali, pero el miedo -ese recurso frecuentemente explotado por la política- derrumbó la esperanza. Pese a la expectativa y las facilidades, moverse hoy por el mundo, con o sin papeles en regla, es más difícil. Algo semejante ocurrió con la red. La Internet, probablemente el primer monumento a la revolución en las telecomunicaciones, terminó por atraparnos en un juego de enorme complejidad. Se cuenta con una sofisticada pero amigable herramienta tecnológica que, si bien embona y acelera el engranaje de la economía y las finanzas, desarticula a la política. Con hacer clic se toman ahora grandes decisiones o se realizan operaciones económicas, comerciales y financieras. Sin embargo, el empleo de esa herramienta tuvo y tiene un efecto brutal sobre la política. En ese campo, el clic se transforma en crac. El desfase en la velocidad entre la infraestructura tecnológica y la infraestructura política ha provocado un desajuste tremendo en sus vasos comunicantes. A la política hoy la asedia la velocidad en la comunicación económica y financiera así como la velocidad en la comunicación entre las redes de activistas sociales. La lentitud, la morosidad con que la política responde plantea un desajuste que hace crujir la estructura de los regímenes, las instituciones, los partidos políticos. La revolución en las telecomunicaciones, la mayor que nos tocó y nos toca disfrutar y vivir, aún no acaba y, desde esa perspectiva, esos 10 años en que los satélites entraron a la casa y la oficina constituyen, cualquiera que sea su resultado, un privilegio. Marcan el inicio de una evolución política que, en su desconcierto, no alcanza a descifrar las nuevas claves.

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En estos 10 años el mundo dio muchas vueltas, demasiadas y su vértigo tambalea por igual promesas e instituciones. El mundo multipolar que ofrecía la caída del muro de Berlín se trastocó en la amenaza de un mundo unipolar que, en la simple sospecha, pretende acuñar la justificación de ataques preventivos defensivos. Aquellas imágenes que, en la década de los ochenta, nos traían rostros jubilosos que saltaban el muro de Berlín y hacían de sus restos un souvenir, ya no son tan nítidas ni tan festivas. Si la caída de aquel muro fue un mensaje tremendamente esperanzador, el derribamiento de las Torres Gemelas sumergió al mundo en un nuevo estadio de terror. Y, del supuesto combate al terror, el presidente del país más poderoso sobre la Tierra hizo un discurso que, en el fondo, vulnera a la fuerza de la razón para abrirle espacio a la razón de la fuerza. Esa causa donde George W. Bush aparece como alcohólico rehabilitado e iluminado por un extraño llamado terminó por dar la talla de los nuevos dirigentes mundiales. Tony Blair y José María Aznar quedaron como el llavero de una locura que terminó por borrar la idea de la tercera vía. Una alternativa que hoy, de seguro, sonroja a las inteligencias que vieron en Blair al Mercurio de un mundo global, justo y distinto. Los neoconservadores pusieron en evidencia algo que asombra: salvo contadas excepciones, las riendas del mundo están en manos de hombres de muy poca monta. La generación de los Thatcher, los Mitterrand, los Kohl, los Clinton, los González, los Schmidt se agiganta frente a los enanos de esta nueva camada. Hay un desorden mundial sin paralelo y los organismos multilaterales no acaban de recomponerse. Surgieron, como apunta Juan Enríquez, muchísimas banderas en el desconcierto de las naciones. Muchos de esos nuevos países no acaban de encontrar su lugar en la escena mundial y muchos de los que ya estaban, ahora, actúan fuera del guión previsto. Aun cuando la atención se concentra en el golfo Pérsico, infinidad de focos rojos cintilan en América Latina, África, el este de Europa, el Lejano y, desde luego, el Oriente Medio, donde a pedradas y misilazos la violencia es ya una fatal rutina.

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La tercera ola perdió fuerza en la marejada de esta última década. La resaca de la desigualdad social humedeció los cimientos de las nacientes democracias electorales. Resurgió el populismo con cierta dosis de autoritarismo. Esa sacudida llegó a mostrar el peligroso desgaste de las élites y los partidos políticos, así como la fragilidad de la vida y la participación institucional. En Venezuela, un día se depuso al presidente Hugo Chávez y al siguiente se le repuso. En Argentina, las mudanzas políticas en la Casa Rosada pusieron a temblar a más de un centro financiero internacional. En México, la ansiada alternancia no supuso la alternativa. En... La historia es otra. La desigualdad social dejó en claro que la democracia no puede limitarse a las urnas y que, por transparentes que ahora sean las elecciones, si la democracia no se expande a otras actividades humanas, el resultado es raquítico. Si la democracia no incluye a los grandes organismos financieros, que sin estar sujetos al escrutinio público y muchos sancionados por la ciudadanía, la esperanza democrática adquiere a veces el tono de un lamento frente a una utopía. Es prematuro, desde luego, ver al brasileño Luiz Inácio Lula da Silva como el prototipo de un nuevo liderazgo político pero, por lo pronto y al menos a nivel continental, el esfuerzo por conciliar justicia social con democracia, tradición con modernidad, soberanía con asociación llama la atención a ese país. La tercera ola perdió fuerza pero, como quiera, el ensayo democrático constituye un refrescante respiro frente a la asfixia de las dictaduras que marcaron la década de los ochenta.

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En estos 10 años, la agenda mundial incorporó asuntos no previstos en su propia cartera. Algunos de ellos, verdaderamente prometedores; algunos de ellos, verdaderamente aterradores. El creciente interés por los derechos humanos y ambientalistas frente a la globalización del crimen organizado que amplió y combinó sus actividades: tráfico de drogas, prostitución y tráfico de personas. La creciente oposición a un mundo global que, en su giro, deja una estela de pobres sin alternativa frente a flujos migratorios incontenibles que abandonan algunos lugares del mundo y colman otros. La creciente conciencia sobre los recursos no renovables frente a la aparición de esos mismos recursos -el agua, ya no sólo el petróleo- como el motor de nuevas guerras y litigios. La agenda mundial cambió en esta última década poniendo sobre la mesa grandes desafíos que exigen acciones concertadas frente a la tentación de reponer en la escena ideas imperiales que, en su imposibilidad, hacen batir los tambores de guerra.

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El quiebre en el curso de la historia nacional, a lo largo de estos últimos 10 años, fue dramático y, por momentos, trágico. El efecto de la transformación económica sobre la política descuadró al viejo régimen sin acabar de prefigurar uno nuevo. La apertura económica chocó con la cerrazón política y, si bien de ese choque surgen posibilidades y oportunidades nunca antes vistas, la inmadurez de los actores políticos las colocan al borde del fracaso. Nuevas palabras y conceptos se incorporaron al léxico político y social mexicano. Sin embargo, esos vocablos no acaban de definir su contenido. Magnicidio, levantamiento, tregua, usos y costumbres indígenas, transición, pobres en extremo, ciudadanización, ejecución, libre comercio, presidencialismo acotado, diálogo, desincorporación, alternancia, inseguridad, equilibrio entre los poderes, damnificados, consenso, ruptura, esperanza, desacuerdo, resistencia, indecisión, cambio, macheteros, crimen organizado, empantanamiento, protagonismo, capos, transparencia, popularidad, rendición de cuentas, marketing político, ingobernabilidad, cabildeo, acceso a la información, controversia constitucional, opacidad, neonepotismo, democracia, partidocracia, incertidumbre... Ésos son tan sólo algunos de los vocablos que se incorporaron sin plena definición al diccionario mexicano que no acaba de elaborar las definiciones y que, en la confusión, cifra la posibilidad de un país distinto, la oportunidad que a veces se diluye en el desencuentro...

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La década que corre del 20 de noviembre de 1993 al de 2003 enmarca la vida en conjunto de lectores y autores de Reforma. Años de privilegio porque, con todo y sus claroscuros, constituyen un quiebre en el acontecer mundial y nacional, en la historia que nos ha tocado leer y escribir. A lo largo de cada uno de esos días, todos los días, como muy pocas generaciones tienen oportunidad, a lectores y autores les ha tocado enorme privilegio: leer y escribir su propia historia, ayudar a nacer y a morir procesos que, si bien aún perfilan el próximo horizonte, dejan como vivir plenamente una época. Y, cuando hay vida y se hace época, no queda más que agradecer.

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