Vienen dos fechas negras en el calendario de las efemérides mexicanas. El 24 de mayo y el diez de junio que marcan el homicidio del cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo que cumple ya diez años y la matanza de estudiantes cometida en San Cosme hace 32 años. Dos crímenes que confrontan con la autoridad a un sector de la derecha y a un sector de la izquierda mexicana y que, en el choque, en vez de acercar la verdad, la alejan hasta convertirla en un perverso juego de presiones, donde el dogma y el prejuicio resplandecen para abrir campo a las revanchas y las venganzas.
Como todos los años, en cuestión de días correrán ríos de tinta reclamando el esclarecimiento de aquellos hechos y exigiendo el consecuente castigo. Luego, pasada la conmemoración luctuosa y salvada la coyuntura, caerá el telón hasta el próximo aniversario. Año con año se repite esa historia, es el cuento de nunca acabar.
Desde luego, reclamar justicia dignifica una sociedad que todavía carga a cuestas la impunidad como parte de su subcultura; pero utilizar el dolor ajeno y los muertos para abanderar causas distintas a las de la verdad y la justicia, deshonra a esa sociedad y la confina a un estadio inferior al que se encuentra.
En esa frontera, parecen moverse quienes en nombre de la verdad y la justicia, por momentos, parecieran explotar a sus muertos, o bien, poner en práctica ejercicios de revancha y venganza que en vez de ayudar a cicatrizar el pasado, lo sangran de nuevo. En esa frontera, parecen moverse también quienes en nombre de la procuración de justicia, por momentos, juegan a descubrir interminables líneas de investigación que les garantizan un presupuesto.
La gran interrogante es cuándo se podrá dar sepultura a hechos tan graves como esos que, a pesar de los años, siguen siendo motivo de desencuentro entre los mexicanos. Pretexto para mantener la vista en el pasado, descuidar el presente y cancelar el futuro.
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El homicidio del cardenal o el asesinato de los estudiantes no son distintos a otros crímenes que, en su conmemoración, golpean cíclica y a veces perversamente la conciencia de los mexicanos.
Salvo muy honrosas excepciones, por ejemplo doña Rosario Ibarra de Piedra, la actuación de quienes exigen justicia y de quienes presumen procurarla se transforma en un círculo vicioso donde ambas partes se complementan y, en la aparente diferencia, coinciden en impedir el entierro con dignidad de nuestros muertos. Impiden eso y, además, prestarle mayor atención a los vivos o, peor aún, a los muertos más recientes como es el caso de las mujeres de Juárez.
Hechas a un lado las excepciones, quienes reclaman justicia sin disposición a aceptar la verdad, cualquiera que ésta sea, frecuentemente encubren en la exigencia, el afán de presionar y orientar el sentido de las investigaciones para evitar la despostilladura de sus mártires y no perder la oportunidad de servirse de ellos. Quienes procuran justicia a menudo buscan satisfacer no la verdad sino el reclamo y, frecuentemente, su desempeño está marcado por el afán de evitar el costo político, juegan a atender el reclamo y a ocultar las verdades que las evidencias arrojan.
Se cae, así, en un juego perverso donde absurdamente los muertos quedan sin enterrarse y los actores que se desenvuelven en torno de ellos, buscan encontrar en un brutal y deshonesto juego de simulación una forma de vida. A las víctimas se les encuentra utilidad aun después de muertas. Es duro decirlo, pero ocurre. Los reivindicadores consiguen una presencia que de otro modo no consiguen y los fiscales piden sostenerles el presupuesto porque siempre, siempre hay y habrá una línea de investigación pendiente por lo que nunca pueden llegar a conclusiones y, menos aún, cerrar los casos.
En ese punto, la búsqueda de la verdad y la justicia se pervierte. La conciencia se estaciona en el pasado y, absurdamente, se abstrae del presente y naturalmente ni por asomo piensa en el futuro. Con enjundia se reclama reabrir tal o cual investigación que, en principio, llegó a conclusiones y, en función del viejo reclamo, se deja de ver que en los lotes baldíos de Ciudad Juárez todavía hay cuerpos tibios de mujeres inertes o que, en este o aquel otro vado de la República, la muerte acecha sin que nadie preste atención a quienes, en un tris, pierden la vida.
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Años lleva el país viendo cómo las efemérides negras ocupan tiempo y espacio, esfuerzo y energía que bien se podrían dedicar al presente y al futuro, y no al pasado.
Desde luego, se puede decir que ignorar el pasado es una convocatoria a la más cínica amnesia y repetir los errores. Es cierto, pero también lo es que instalarse en el pasado sin disposición a aceptar la verdad que la investigación de los hechos arroje, es jugar a sangrar en vez de curar las heridas. Es jugar a la idea de que los héroes o los mártires están destinados a morir de una forma y no de otra. Es jugar a deformar y disputar la historia. Es jugar a las presiones, a las revanchas, a las venganzas que terminan por sepultar no a los muertos, sino a la posibilidad de la reconciliación a partir de la justicia.
Cuando una sociedad no está dispuesta sinceramente a aceptar la verdad como parte de sus valores, podrá abrir mil veces el pasado sin quedar satisfecha de lo que su exploración arroje.
Abrir el pasado exige madurez, si no la hay se corre un peligro: Agregar muertos y heridas. Abrir el pasado exige un acuerdo básico entre los actores que se verán involucrados en el ejercicio: Disposición a aceptar la verdad cualquiera que ésta sea y, sobre todo, disposición a emprender y concluir el ejercicio a partir de un principio de reconciliación. Si no hay eso, abrir el pasado es simplemente pretender regresar al pasado para ajustar cuentas o cobrar venganza, sin deseo de remontarlo. Es jugar a invertir los roles: Convertir a las viejas víctimas en los nuevos verdugos y a los viejos verdugos en las nuevas víctimas y, si se puede, profundizar el desencuentro.
Si a esa falta de disposición se agrega la falta de firmeza de la autoridad y la ausencia de respaldo a los responsables directos de reabrir el pasado, la conclusión del ejercicio es obvia: El viejo desastre se remueve hasta repetirse, se restaura el pasado como una nueva arena.
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Rosario Ibarra de Piedra es de las muy pocas luchadoras sociales que, reclamando la presentación de su hijo Jesús, no se instaló en el pasado y no hizo del dolor viejo su hogar. En su reclamo en torno al pasado, siempre tuvo espacio el presente y contribuyó, así, a promover una cultura contra los excesos de poder. Supo, además, encontrar en su reclamo toda una diversidad de vertientes que sembraron futuro. Veía para atrás, sin dejar de mirar adelante. De ella, muchos de quienes hoy reclaman abrir el pasado, tendrían mucho qué aprender.
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En cuestión de días, se verá de nuevo la puesta en escena de los reclamos de reabrir el pasado, y la desunión que domina el presente anticipa el fracaso futuro.
Van a volar las acusaciones de los familiares, amigos o socios de las víctimas a los familiares, amigos o socios de los verdugos y éstos harán lo propio devolviéndolas. Donde ambas partes van a coincidir va a ser en la descalificación de la autoridad, una autoridad que no es capaz de calcular si tiene el respaldo, la inteligencia, la capacidad y la fuerza para mirar atrás, cuando ni siquiera logra implantarse en el presente y menos aun asomarse al futuro.
No hay mucho qué decir ni que adivinar sobre lo que va a ocurrir con ese asunto, el problema está en que el país afronta problemas internos y externos cada vez más fuertes. La situación regional, sea viendo al norte de la frontera o a unos kilómetros rumbo al Caribe, está metiéndose a la cocina. Los problemas regionales se están volviendo nacionales. Y, en lo estrictamente interno, la descompostura política tiene los focos rojos encendidos. Si no se construyen acuerdos políticos mínimos para activar, por absurdo que suena, la política y la economía interna, el país la va a pasar mal, muy mal.
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Ante ese cuadro, la autoridad se va a ver presionada de nuevo por quienes, en nombre de la justicia y la verdad, no siempre están dispuestos a aceptarla, y si no hay entereza para reconocer que no hay condiciones para reabrir el pasado, las grandes y las pequeñas revanchas y venganzas van a encontrar espacio en campo sembrado de discordia.
Es hora de decir con verdad, si se puede o no abrir el pasado. Si la hay, encarar seria y rápidamente el asunto, sin titubeos. Si no la hay, encarar seria y rápidamente el asunto, sin titubeos.
No se puede dejar por tanto tiempo a la intemperie a los muertos. Hay que enterrarlos con dignidad y entereza. Deshonrarlos es vivir en la deshonra. Hay que mirar enfrente, descubrir y construir otros tiempos y, sólo si hay fortaleza, honradez y madurez, abrir el pasado sin perder el futuro.