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Sobreaviso / La reconstrucción

René Delgado

El trabajo de reconstrucción

diplomática que Estados Unidos está obligado

a realizar es una tarea

bastante compleja y exige

un esfuerzo tremendo.

George W. Bush triunfó en Bagdad y perdió en el mundo. Ya puede coronar sus sienes, con la célebre frase de Pirro: ?Una victoria más como ésta y estaremos perdidos?.

En la perspectiva del presidente de Estados Unidos viene la celebración de su victoria pírrica y la reconstrucción de Iraq que, sin duda, permitirá amasar fortunas a algunos de sus socios y amigos. En la lógica de Bush, el trabajo duro, la parte militar está prácticamente satisfecha, falta tomar el control pleno sobre Bagdad, asegurar su presencia en el territorio iraquí, pero el trabajo militar casi está hecho. Sin embargo, el ranchero texano no se ha asomado al verdadero problema que se le viene encima: la reconstrucción del nuevo entramado de las relaciones internas y externas de Estados Unidos y de la nueva geopolítica internacional.

Un problema de reconstrucción mucho más complejo que el de reponer la infraestructura de un país destrozado por una sospecha que, en el fondo, resultó un capricho si no es que una locura con la que se entusiasmaron Tony Blair y José María Aznar. Todo ello, sin mencionar el cementerio que dejarán en Iraq.

n La reconstrucción de Estados Unidos es, quizá, la tarea más difícil de realizar y nada aventurado es pensar que el equipo de George W. Bush no está capacitado para eso.

Suponiendo sin conceder, Bush quiso obsequiar a su país con un sentimiento de seguridad que el atentado a las Torres Gemelas le arrebató. Pero, en el fondo, Bush terminó por vulnerar la posibilidad de restablecer aquel sentimiento. El mandatario estadounidense optó por la vía militar haciendo a un lado la diplomacia, desoyó a amplios sectores de su propia población que estaban contra la guerra y cayó en la trampa que él mismo tendió.

Construir la seguridad de un país sobre la base de invadir a otro país y pensar que, con ese castigo ejemplar, ningún grupo terrorista volverá a realizar un atentado en territorio estadounidense, es un absurdo. Bush no agredió a Iraq, lo agravió. La diferencia entre una agresión y un agravio, por minúscula que parezca, es considerable. Históricamente, los agravios son más difíciles de resolver que las agresiones. En ese sentido, el agravio cometido por Bush, lejos de reponer aquel sentimiento de seguridad, lo aleja. Pudo Bush arrasar con Iraq pero, en la invasión, tocó nervios religiosos y nacionalistas más allá de la frontera iraquí y, de ese modo, en vez de acercar a Estados Unidos al estado de seguridad que tenía antes del 11 de septiembre del 2001, lo alejó todavía más.

Por la naturaleza del agravio cometido, las medidas de seguridad interna en Estados Unidos tendrán que radicalizarse aún más y el costo de su puesta en práctica, más allá de lo económico, terminará (como ya ocurre) lastimando derechos básicos que mucho esfuerzo le costaron construir a Estados Unidos. Pueden verse como intangibles esos derechos, pero lo cierto es que constituían un sello de distinción en ese país. Derechos de libre tránsito, derechos de libre expresión, derechos religiosos y derechos de igualdad fueron lastimados por la política militar que Bush resolvió desplegar, entusiasmado con una idea imperial.

En la medida que Bush puso en práctica una política de cañoneras y no diplomática, la corona de laureles que el mandatario se quiere ceñir en la frente puede traducirse en una corona de espinas para la población de Estados Unidos.

Culturalmente Bush se autoinfligió una derrota y la subcultura de la sospecha que está obligado a desarrollar está muy lejos de ser una victoria.

n Pese al despliegue tecnológico que las grandes cadenas televisoras estadounidenses pusieron en juego durante la ofensiva, la guerra mediática también significó una derrota al gobierno de Bush.

La imagen de la guerra como un espectáculo tecnológico que deja ver el trazo certero de un misil, sucumbió frente a la imagen de la guerra como una tragedia humana. Bush carga ya parte del peso de esa derrota y está por verse qué ocurrirá con las cadenas de televisión. La escuela del periodismo norteamericano sale lastimada de la aventura militar y, reconociendo la verticalidad y el profesionalismo de muchos colegas del vecino país del norte, se dibuja en el horizonte una reflexión profunda sobre el límite de la asociación, por razones de seguridad nacional, entre los medios de comunicación y el gobierno de aquel país.

El punto delicado en esta materia está, obviamente, vinculado con un derecho fundamental: el de la libertad de expresión. Se entiende, naturalmente, que una situación de guerra implica limitaciones al ejercicio de esa libertad pero, en esta ocasión, tratándose de un ataque condenado política, social, legal, diplomática e incluso moralmente, el periodismo norteamericano está obligado a reconsiderar hasta dónde puede asociar la causa de la información con el capricho de un mandatario que, aún hoy, no acaba de justificar el agravio cometido.

Esa reconstrucción, en un país con una fuerte tradición libertaria, es y será bastante complicada.

n Entre los grandes derrotados de la aventura del gobierno estadounidense, sin duda, está Colin Powell.

Al principio de la administración, Powell marcó puntos de diferencias entre la política que alentaba Condoleezza Rice y la suya. El concepto diplomático de Powell era bastante distinto y, en el rejuego interno, fue derrotado por los halcones. Como quiera, Powell intentó ajustarse e integrarse a la línea dura y, si bien logró sobrevivir dentro del gobierno, los repetidos reveses diplomáticos que sufrió permiten pensar que, en cuanto se atemperen las aguas, se vea obligado a dejar el Departamento de Estado. De hecho, no hay por qué descartar la posibilidad de que el embajador John Dimitri Negroponte, actual representante diplomático en el Consejo de Seguridad, traslade su residencia de Nueva York a Washington.

El trabajo de reconstrucción diplomática que Estados Unidos está obligado a realizar es una tarea bastante compleja y exige un esfuerzo tremendo.

Puede el gobierno estadounidense mantener la distancia con el gobierno de Francia, reconocer que el diferendo entre George W. Bush y Jacques Chirac no tiene solución en lo inmediato, e incluso puede mantener la línea dura con Naciones Unidas. Estados Unidos puede hacer todo esto, pero lo que resulta impensable es que quiera cobrar facturas con todos aquellos gobiernos y países que no lo acompañaron en su loca aventura por Iraq.

La administración Bush puede incluso sostener el discurso absurdo de que en los momentos difíciles se reconoce a los amigos, pero en los hechos pretender cobrar facturas a los socios del Tratado de Libre Comercio del norte de América, México y Canadá, por no haberse plegado a su capricho militar, es punto menos que imposible.

Sin plantearse el trabajo de reconstrucción diplomática que Estados Unidos tiene que emprender en el plano internacional, en el vecindario -como les gusta reconocer a la región-, Estados Unidos tiene una enorme tarea que realizar.

n Este último punto, el del replanteamiento de la relación bi y trilateral con Estados Unidos y Canadá, es central en el porvenir mexicano.

Es claro que México ha perdido algunas de las ventajas que le ofrecía el Tratado de Libre Comercio y es claro que, a raíz de lo ocurrido, es obligado trabajar en una triple dirección: consolidar la economía interna, recuperar la oportunidad comercial que le supone el tratado e intensificar su acercamiento diplomático y comercial no sólo con Estados Unidos sino también con Canadá.

El problema que la situación le plantea al país es a la vez una oportunidad. El respaldo interno que logró el gobierno de Vicente Fox con su postura frente a Estados Unidos en relación con la agresión a Iraq, podría constituir la plataforma del relanzamiento de una política de entendimiento interno y, en esa medida, de reactivación de la economía interna. Sin embargo, la unidad nacional que ahora forma parte del discurso foxista, no ha sido sustanciada. Hasta ahora, se ha limitado a convocarla pero no a sustanciarla e importa que eso ocurra porque la reconstrucción de la relación con Estados Unidos y la intensificación de la relación con Canadá exigen ciertos consensos con repercusión interna.

Hay, pues, en la nueva circunstancia, un trabajo de reconstrucción por parte del gobierno mexicano que, si no aprovecha la oportunidad que le plantea el problema, podría derivar en una crisis sin solución. Si Fox no sustancia la unidad nacional y trabaja rápidamente en la reconstrucción de esa relación, el sexenio podría perderse.

n Sin que la aventura militar emprendida por George W. Bush haya tocado a su fin, es claro que el trabajo de reconstrucción está enfrente y es un trabajo mucho más complejo de lo que el ranchero texano está pensado.

Si Bush cree que todo se limita a asumir el control completo del territorio iraquí, cubrir los agujeros de las ocho mil bombas arrojadas, dejar en el olvido a los más de mil muertos civiles, enterrar con honores a los soldados aliados muertos, establecer el nuevo gobierno en Iraq y aventar algunas despensas, se equivoca.

El capricho que Bush hizo realidad deja un mundo bastante descompuesto, más incierto e inseguro que antes, más limitado en sus derechos, menos libre. El trabajo de reconstrucción, quiera o no emprenderlo él, exige poner manos a la obra. Hay un mañana, aunque Bush lo niegue.

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