El problema es con los partidos políticos y sus respectivas fracciones parlamentarias, no con los consejeros electorales del Instituto Federal Electoral. Eso está claro. Sin embargo, el vicio de origen en la integración del Consejo obliga a pedir la renuncia de los integrantes del mismo y exigir a los partidos la reposición del procedimiento.
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Resulta increíble pero así como los pleitos entre y dentro de los partidos políticos han vulnerado hacer de la alternancia una alternativa, el mismo problema llevó vulnerar eso que se llama “el espíritu de la ley” en lo relativo a la integración del Consejo del IFE y, por esa vía, se corre el peligro de reblandecer una institución que venía consolidando crecientemente el valor de la confianza que es fundamental en los procesos electorales. Desde esa perspectiva, la actuación de los diputados -principalmente del PRI y el PAN- constituye una regresión. Por un lado, repone un debate electoral superado: el divorcio entre la legalidad y la legitimidad de las decisiones. Por otro lado, usurpa una institución creada y diseñada para la ciudadanía y no para los partidos políticos. Culturalmente también hay una regresión. Los operadores de Elba Esther Gordillo y Germán Martínez y ellos mismos retrocedieron casi diez años atrás. Si en medio de la adversidad de 1994, un año convulso en extremo, se lograron construir consensos para la nominación del primer consejo ciudadano y, en medio de la presión derivada por la inconclusa reforma electoral en 1996, se logró lo mismo, no otra cosa se podía esperar ahora. Se estaba ante la posibilidad de dar un paso hacia delante, no hacia atrás. Sin embargo, la idea que prevaleció fue retomar el control del Consejo, haciendo de él un botín partidista sin reconocer que es un patrimonio ciudadano.
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En el campo de la legalidad se argumenta que los diputados cumplieron cabalmente con lo estipulado en la ley electoral y que, por consecuencia, la integración del Consejo es incuestionable. Hay quienes incluso llevan aún más lejos ese argumento. Subrayan que la elección de los consejeros se dio con el 80 por ciento de los votos de los legisladores, porcentaje que supera con mucho los dos tercios de la votación que la ley exige. En esa lógica no hay nada qué hacer. Y, en una suerte de concesión a la evidencia legal, la legitimidad de la decisión se propone recibirla a plazos. Algunos analistas guardan su malestar y a regañadientes otorgan el beneficio de la duda a los consejeros. Hay que dejarlos trabajar para que su propio trabajo los legitime. Algunos otros analistas consideran que el desarrollo y la solidez del instituto electoral constituyen la mejor garantía a la actuación imparcial de los consejeros y, por ello, piden apoyar al nuevo Consejo en vez de debilitarlo con la crítica. De esa forma, aunque no sin pesar, se sugiere darle la vuelta a la hoja al capítulo.
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En el campo de la legitimidad, los partidos políticos no tienen muchos argumentos con los cuales defender su decisión. Cínica y, quizá, perversamente dejaron correr el tiempo. Desde el primer día en que arrancó la legislatura sabían de esa tarea pero perdieron el tiempo, acaso como estrategia, para tomar la decisión en las rodillas, contra la pared y de espaldas a la ciudadanía. Desde el inicio del procedimiento, los legisladores renunciaron a fortalecer al Instituto Federal Electoral por la vía de reglamentar y transparentar el procedimiento de integración de su Consejo. Más de un operador de la maniobra tenía sed de venganza con el anterior Consejo por las sanciones impuestas al PRI y al PAN y resolvieron colmarla en la oportunidad de integrar el nuevo Consejo. Reiteradamente más de un analista señaló que, si se trataba de avanzar en la ruta de la consolidación del Instituto -incluyendo en ella el valor de la transparencia-, la ocasión estaba dada. Lo conducente era lanzar una convocatoria, integrar y analizar los expedientes de los posibles candidatos al Consejo, entrevistarlos públicamente y, entonces, proceder a la votación. Lejos de eso, los partidos convirtieron el debate público en una negociación privada: la transparencia, en un concurso de opacidad. Sin el menor pudor, los legisladores hicieron a un lado su representación popular para anteponer, en esa operación, su representación partidista y servir, así, no a la ciudadanía que supuestamente representan, sino a las siglas de su respectiva formación política. Por incapacidad o perversión, los operadores de Elba Esther Gordillo, Germán Martínez y Pablo Gómez jugaron a barajar nombres. Manosearon sin el menor recato prestigios ajenos y generaron expectativas entre los mencionados, a sabiendas de que en más de un caso el uso y el manoseo de nombres era un simple blofeo.
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Algunos ciudadanos incluidos en esa baraja, con toda oportunidad retiraron su nombre de ese juego. Pública o privadamente, declinaron la consideración y establecieron su deseo de no verse involucrados en el juego. Otros nominados, no. Éstos entraron en una suerte de complicidad con los partidos, dejando que se barajara su nombre y, casi hasta el final del procedimiento, cuando era evidente que sólo se les había utilizado, lo retiraron. Algunos más, dejaron su nombre hasta el final y aseguraron el asiento en el Consejo. Mucha de la crítica a los integrantes del Consejo ha derivado, así, en la calificación o descalificación de ellos. Si estuvieron al servicio de este o aquel otro partido, si sus vínculos políticos lastiman una conducta autónoma e independiente, si fueron empleados o no de tal o cual militante partidista. Y, en ese segundo juego, se les volvió a maltratar, exhibir y vulnerar. El cuestionamiento de fondo, sin embargo, no debe recaer en la figura de los consejeros. Es más, algunos de ellos están ampliamente calificados para ocupar un sitio en el Consejo pero esa posibilidad la lastimó el procedimiento con que fueron elegidos. De ahí que sea exigible su renuncia. El vicio de origen está en el procedimiento y, entonces, fincar la crítica en la figura de los consejeros no es correcto. Lo que resulta inaceptable es el procedimiento.
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Ciertamente, se podría concordar con la idea de que a lo hecho pecho y que lo conducente es estrechar la vigilancia sobre el Consejo para cerrar la puerta al peligro de la partidización de ese órgano de gobierno. El punto, sin embargo, es debatible. El desenlace del procedimiento con que los legisladores integraron ese Consejo dejó fuera de la decisión a más de un partido. Ignorar ese hecho es tanto como dejar encendida la mecha de un posible conflicto con la esperanza de que no estalle la carga explosiva. En particular está el hecho de que entre los partidos marginados se encuentra uno que tiene la posibilidad de presentar una seria competencia por la Presidencia de la República. Para nadie es un secreto que, esta vez -al menos, hasta ahora- a través de Andrés Manuel López Obrador, el Partido de la Revolución Democrática puede acariciar la idea de ocupar la residencia oficial de Los Pinos.
Ignorar eso es ver encendida la mecha de un conflicto y confiar en que antes de que la chispa llegue a la carga explosiva se apagará la mecha. Curiosamente, el equipo del coordinador parlamentario perredista, Pablo Gómez, no supo plantarse seriamente frente a lo que ocurría en la Cámara de Diputados. En vez de establecer claramente que su postura era de principio, participaron en el juego de la opacidad y, hasta que advirtieron que quedarían marginados, hicieron de su postura una cuestión de principios.
Como quiera, ahora el perredismo cuenta con un argumento para descalificar o calificar el proceso electoral según les vaya en la feria electoral del 2006. Si ganan podrán presumir que lo hicieron a pesar del Consejo, si pierden podrán descalificar el proceso.
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Es radical pedir la renuncia del Consejo del Instituto Federal Electoral. No hacerlo, sin embargo, es entrar al juego de los partidos políticos y dejarlos, de nuevo, tomar como ariete de su respectiva causa a las instituciones y proyectos nacionales. No hacerlo sería también olvidar lo que uno mismo escribe. Una y otra vez, los partidos políticos han hecho de los grandes asuntos nacionales un motivo para derivar ganancias partidistas.
Una y otra vez, los partidos políticos han preferido sacrificar las causas y necesidades nacionales para satisfacer sus propios intereses. Dejar impune su actuación frente al Instituto Federal Electoral es caer en un juego de complicidades. Por eso pedir la renuncia del Consejo es radical pero, en el fondo, no es descabellado. Si la ciudadanía no se planta de manera radical en la defensa del avance democrático y, en aras de evitar un conflicto, deja que se acumulen los ingredientes que terminen por arrojar una crisis de mucho mayor calado, se estará complicando con una colección de partidos interesados en buscar su propio beneficio pero no el de la República. Desde luego, a los ojos de los nuevos consejeros electorales pedirles la renuncia puede parecer una desmesura. Pero lo cierto es que los propios partidos que los eligieron los colocaron en una situación en extremo vulnerable. Una situación frente a la cual no tienen porqué exponer su nombre y trayectoria y menos el peso de una institución que le ha resultado cara en extremo a la nación. El PRI y el PAN los hicieron arrancar mal y los amenazan con terminar peor.
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El problema, conviene repetirlo, no es con los consejeros electorales. Es con los partidos políticos que, ahora más que nunca, urge someterlos y acotarlos, obligarlos a considerar a la ciudadanía y mirar a la República. Por eso, la renuncia. Correr riesgos democráticos tiene sentido cuando, en el cálculo, el horizonte es prometedor. Correr peligros a sabiendas del error del que se parte, no tiene ningún sentido.