Buena para los peligros, mala para los riesgos. Buena para las ocurrencias, mala para las ideas. Buena para la oposición, mala para la proposición. Buena para el escándalo, mala para el silencio. Buena para denunciar, mala para anunciar. Buena para pedir, mala para dar. Buena para jalonear, mala para negociar.
Esas paradojas aparecen lamentablemente como rasgos definitorios de la clase política mexicana y esa incapacidad para equilibrarse y balancearse entre sus vicios y virtudes la está vulnerando, arrastrando de paso al país. Lo más absurdo de esa circunstancia que, como diría Julián Marías, podría terminar en un período de decadencia, es que muchos de los protagonistas de la clase política son hombres y mujeres de una gran inteligencia. Una inteligencia que, quién sabe por qué razón, entró en desuso.
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El peligro y el riesgo. Aun cuando frecuentemente estos vocablos se utilizan como sinónimos, en el fondo tienen un matiz de diferencia. Frente al peligro poco hay qué hacer, constituye una probabilidad inminente de sufrir algo malo. En contraste y, quizá, por el desgaste de las palabras, el riesgo supone un hecho desafortunado, pero ante el cual se puede buscar un amparo, un seguro.
En los negocios bursátiles y empresariales se tiene muy clara esa diferencia. Se toman riesgos, pero no se corren peligros. Es más, cuando se compra un seguro, la pregunta obligada es saber qué riesgos cubre. Esa diferencia entre el peligro y el riesgo no es consciente en la clase política. Se corren peligros, como si se tratara de riesgos. Se emprenden acciones, sin medir los costos o sin asegurar el riesgo.
Ejemplos, sobran. Se niega el apoyo a Estados Unidos en la aventura militar que emprendió en Iraq y, cuando vienen los costos de esa decisión, la clase política se asombra y se irrita, siendo evidente que habría represalias. En ese sentido, se corrió un peligro pero no un riesgo. No hubo detrás de esa decisión, correcta por lo demás, la construcción del consenso necesario para calcular y afrontar los costos que supondría. Al calor de la demanda de hacer valer principios fundamentales de la política exterior mexicana, se dejó de lado el cálculo político y económico que exigía poner en práctica esos principios. Se optó, pues, por el peligro, no por el riesgo.
Lo mismo está ocurriendo con la decisión de abrir el pasado de lo que, popularmente, se llama la Guerra Sucia. Surgió la legítima demanda de esclarecer lo ocurrido en aquellos años negros y, de inmediato, sin que mediara un verdadero debate y la élite política acordara el límite y el horizonte de esa decisión, se creó una fiscalía que naufraga en sus pesquisas, dejando insatisfechos a tirios y troyanos y, peor aún, generando una cultura de linchamiento y venganza, siendo que el único sentido de abrir el pasado es ensanchar el futuro sobre la base de la reconciliación. De nuevo se optó por el peligro, no por el riesgo.
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Oposición y proposición. Transcurridos dos años y medio de la alternancia en el poder presidencial, se puede concluir que las fuerzas políticas son muy buenas en la oposición y muy malas en la proposición.
Si décadas consagraron a Acción Nacional como una sólida fuerza opositora, meses han bastado para reconocerla como un desastre en el ejercicio del poder. Está ahora más claro que antes que ser bueno en la oposición no supone serlo en la proposición o el gobierno. Y si eso bien vale para Acción Nacional, también lo vale para los partidos Revolucionario Institucional y de la Revolución Democrática. Esas fuerzas están ofreciendo una resistencia a la acción de gobierno, sin equilibrarla con el apoyo que simultáneamente deben ofrecer. La idea reyesheroliana -lo que resiste, apoya- la aceptan parcialmente los partidos opositores: resisten sin apoyar.
Ese vicio lleva a una conclusión lamentable. La madurez de los partidos políticos mexicanos es insuficiente. Aceptan ahora el resultado de las elecciones, pero resisten la consecuencia política de ese resultado. Reconocen que tal o cual fuerza o partido se hizo de la mayor cantidad de votos pero se niegan a investirla de la autoridad que se adquiere, vamos, ni siquiera la reconocen. La lógica de esa conducta es terrible: Aun cuando haya habido una elección y se haya aceptado su resultado, se entorpece a como dé lugar el ejercicio del poder. Cada acción o medida de gobierno queda sujeta a largas y, a veces, inútiles negociaciones, como si la decisión o la acción de gobierno no tuviera mandato alguno o la legitimidad necesaria.
Esa subcultura se lleva incluso al interior de los propios partidos. Se pueden llevar a cabo elecciones internas en los partidos y se puede incluso aceptar el resultado numérico del ejercicio, pero no su consecuencia política. Cuestión de mirar cómo Roberto Madrazo y Elba Esther Gordillo sufren en la dirección del partido tricolor, parecieran ser dirigentes impuestos y no electos. Lo mismo pasa con el PRD cada vez que convoca a una elección interna sea para elegir dirigencia o candidatos: Se parte supuestamente de un acuerdo entre los grupos, se instrumenta el ejercicio y, luego, aun cuando se acepta el resultado, se resiste la consecuencia política.
Oponerse sin proponer, resistir sin apoyar, aceptar resultados sin asumir consecuencias políticas, son prácticas que están vulnerando la incipiente democracia electoral mexicana. Se promueve que la ciudadanía elija pero, luego, se le dice que elegir no es decidir.
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Denunciar y anunciar. Buena para denunciar irregularidades en la casa de enfrente, la clase política es pésima para anunciar, si por este vocablo se entiende informar o prever.
Enorme cantidad de tiempo se pierde en el ejercicio de la denuncia y muy poco se dedica a los anuncios. Las fuerzas políticas siempre tienen denuncias que presentar y muy pocos anuncios que promover. Se les va la vida en exhibir los errores y las transas de su adversario, haciendo de eso su razón de existir. No importa qué tan bien se conduce la fuerza que denuncia, sino qué tan mal se comporta el adversario. Fincan así en el error del contrario, el acierto propio.
Esa lógica de pensamiento y conducta lleva a la ciudadanía a un absurdo: Medir a las fuerzas políticas a partir de una escala de desvalores. No importa saber qué tan buenas son, sino saber cuál de ellas es la menos corrupta, la menos transa, la menos sucia.
El ejemplo más burdo y grotesco de esto se da en los casos Pemexgate y Los Amigos de Fox. En esos casos, las dos fuerzas políticas involucradas, el PRI y el PAN, hicieron de la corrupción política una competencia, y del proceso judicial un concurso para ver cuál de las dos se zafa de las consecuencias jurídicas, todo aderezado con un desafío: Ver cuál de las dos fuerzas consigue que el estallido de mugre le reviente en la cara al otro durante la campaña electoral de este año.
Ese es el nivel de competencia o de incompetencia en que se concentra la clase política que, de paso, poco le importa llevarse en su juego a la autoridad electoral que deberá sancionar la campaña.
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De cada una de las paradojas enunciadas al inicio de este Sobreaviso se podría hacer una reflexión, sin embargo, en cada una de ellas subyace un asunto mayor: ¿Qué fue de la inteligencia de los protagonistas de la clase política?
Viene a cuento esa interrogante a raíz de la lectura de un artículo de Julián Marías que aparece en su libro La España real, se intitula “El uso de la inteligencia”. En él señala que, hasta ahora, no se ha demostrado que el coeficiente intelectual de los individuos varíe entre un período y otro de la historia y, aceptada esa idea, se pregunta cómo es posible que frecuentemente se vea cómo individuos de gran inteligencia, de pronto, la dejan en desuso. Y cómo, cuando por una u otra razón se deja de lado la inteligencia, socialmente se entra en períodos de decadencia.
Algo que plantea ese artículo está ocurriendo con la élite política. Si se acepta que muchos de quienes protagonizan la actividad política son hombres y mujeres que apenas unos años atrás dieron muestra de enorme inteligencia política, resulta inexplicable lo que hoy les está ocurriendo y, peor aún, lo que hoy están haciendo.
Más allá de filias y de fobias, Vicente Fox, Marta Sahagún, Roberto Madrazo, Elba Esther Gordillo, Rosario Robles, Diego Fernández de Cevallos, Cuauhtémoc Cárdenas y muchos más dieron sobradas muestras de inteligencia. De capacidad para innovar conductas o de plantear soluciones a problemas políticos nada sencillos. Hoy, sin embargo, pareciera que esa inteligencia la guardaron en algún cajón, la dejaron en desuso o, peor aún, la pervirtieron o corrompieron. Se podría decir que, quizá, la excepción que escapa a ese cuadro es Andrés Manuel López Obrador, pero también se puede decir que no está pensando y actuando en grande y con grandeza.
Absurdamente, dentro de la propia clase política hay conciencia de que, por donde el país camina, por como el país camina, por la dirección en que el país camina, se avanza decididamente hacia una crisis de gran hondura, una crisis de desesperanza política. Y, sin embargo, la inteligencia sigue en el cajón.
Se dice, con frecuencia, que el gran problema de los inteligentes es la sordera y el sentimiento de autosuficiencia. Reconocido el don que tienen, les sobra oír y dejan de oír, pasan entonces a actuar a sus anchas, como quieren, quejándose en todo caso de la realidad que no se ajusta a su capricho y, por ese sendero, fracasan.
Si la propuesta de la élite no es caminar con firmeza hacia un período de decadencia, deberían sacar del cajón la inteligencia y pensar, como se decía, en grande y con grandeza.