El Presidente de la República pasa por un momento difícil. Se ve solo, se dice ofendido y no logra imprimirle un sello de eficacia a su gobierno. Peor situación no puede vivir un mandatario, sobre todo, cuando apenas está a la mitad de su gestión. Si en los días que le restan al año, apenas una cuarentena, el jefe del Ejecutivo no consigue fijar su autoridad, coordinar a su equipo de trabajo, reivindicarse y sacar adelante aunque sea una reforma, el mensaje hacia adentro y hacia fuera del país será tan simple como terrible. A casi tres años de haber arrancado la actual administración, no hay capacidad para encabezar y encauzar el gobierno y, por consecuencia, posibilidad de lograr acuerdos a favor de la reactivación económica.
En síntesis, a tres años de haber llegado, el gobierno sigue sin instalarse en el gobierno. Ante esa circunstancia, el sexenio podría reducirse a un trienio y no quedaría más que administrar el tiempo, haciendo votos porque nada grave ocurra durante los próximos tres años.
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En su Tercer Informe de Gobierno, Vicente Fox hizo un reconocimiento importante que, producto de la precipitación o la inducción, algunos analistas quisieron entender como una valiosa autocrítica. “Como titular del Ejecutivo -dijo en aquel 1o. de septiembre-, no escapan a mi sensibilidad los reclamos sobre mayor eficacia en el gobierno y desencuentros en el equipo de trabajo. Sé que nos reclaman falta de experiencia y una mejor gestión como gobierno en su conjunto. He instruido a todo mi equipo de trabajo a privilegiar la política para ubicarla en la posición de mando que le corresponde, hasta convertirla en el eje rector de una gestión de gobierno cada vez más eficaz, sensible y comprometida”. Ése y otros señalamientos, así como la inauguración de los trabajos de la nueva legislatura que perfilaba un nuevo entendimiento entre el Ejecutivo y el Legislativo y la apariencia de que el mandatario reducía su presencia pública en favor del trabajo de oficina, hizo creer a algunos que el gobierno tomaba su segundo aire. Sin embargo, aquel pronunciamiento resultó ser uno más sin contenido, sin respaldo en una conducta consecuente. En cuestión de semanas, del segundo aire no quedó ni el vapor de un suspiro. El desentendimiento y las pugnas al interior de la fracción parlamentaria del PRI dieron muestras de su hondura en una cuestión aparentemente menor: el reparto de los asientos que los diputados ocuparían en el salón plenario, así como el reparto de las presidencias y secretarías de las comisiones legislativas. El mes de septiembre se perdió en ese estira y afloja y, luego, en octubre, el procedimiento de la integración del nuevo Consejo General del IFE dejó ver a las claras que, de haber un entendimiento al interior de la Cámara de Diputados, éste sería sólo entre el PRI y el PAN y no estaría exento de una fuerte dosis de complicidad con gotas de perversión política. Mientras eso ocurría en el Poder Legislativo, en el Ejecutivo las cosas siguieron igual que siempre. El mandatario operó múltiples cambios tanto en el equipo Pinos como en el Gabinete pero, éstos, no estuvieron dictados por una nueva estrategia para plantearse un segundo gobierno ante la supuesta nueva atmósfera sino por las presiones, los intereses y la desesperación.
El partido del Presidente exigió espacios en el gobierno, un grupo de interés -una televisora afectada- reclamó la cabeza de la secretaria de Turismo, las necesidades del partido en la Cámara obligó otro cambio en la Secretaría de la Reforma Agraria y una combinación de intereses sacrificó al secretario del Medio Ambiente y, en función de eso, el mandatario operó los relevos. Si esos cambios hubieran coincidido o se hubieran hecho coincidir con el rediseño del gobierno, quizá las presiones, los intereses y la desesperación hubieran pasado desapercibidas, pero no fue así.
Como en otras ocasiones, la impresión que quedó fue que el Presidente operaba pero no ordenaba -en el doble sentido de la expresión- los cambios. Las circunstancias los dictaban, él no los decidía. Todos esos cambios terminaron por dejar lo mismo: un Gabinete sin coordinación, un partido en el gobierno sin partido ni gobierno y a un hombre en la Presidencia que ya puede comenzar a hablar de sus mejores ex amigos. El desorden en el trabajo del Gabinete se hizo evidente con el supuesto cabildeo de las reformas fiscal y eléctrica. Un secretario apenas conseguía sentarse a platicar con el principal partido opositor, y otro secretario decía que la reforma estaba a punto. Y, entre ires y venires, se dio tiempo de más a las fuerzas que resisten esa reforma. La próxima semana, en principio, las movilizaciones contra la reforma eléctrica darán cuenta de ello.
En materia fiscal el enredo fue peor: mientras el partido opositor se despedazaba como se despedaza buscándole la cuadratura al círculo que se le plantea, el equipo del Presidente de la República se desentendió por completo de hacer la defensa de ese proyecto. A la fecha, se desconoce si el mismo secretario de Hacienda está verdaderamente interesado en sacar adelante su propuesta. No hace política, ni le interesa hacerla. Él preparó el documento y listo, si se aprueba o no parece no ser asunto suyo. Por si eso fuera poco, ni siquiera al interior del propio gobierno se cabildearon las desincorporaciones previstas. Muchos de los titulares de los organismos, dependencias e institutos destinados a desaparecer del sector público se enteraron de ese destino a través de la prensa y, por medio de ella, manifestaron su descontento. Y, en el colmo del absurdo, el propio Presidente de la República echó la culpa a la prensa del enredo.
Según el mandatario, él sólo pidió elaborar un estudio sobre la eventual desincorporación de esas instituciones, nomás que el documento firmado por él no dice eso. Y, entonces, entra la duda, ¿el secretario de Hacienda enteró al jefe del Ejecutivo de lo que establecía al respecto? ¿El mandatario leyó lo que envió al Congreso? Así como si no tuviera bastantes frentes qué atender, el gobierno abrió otro nomás que hacia el interior del mismo.
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Ese cuadro presenta un Presidente de la República que vive la soledad no del poder, sino del no poder. El partido le exigió espacio y el resultado fue un partido en el gobierno sin partido ni gobierno. El mandatario operó cambios sin planearlos ni decidirlos y el hecho es que los cambios dejan un gobierno igual o peor que al anterior, pero con un ingrediente extra: lenta pero constantemente desaparecen del equipo los cuadros ciudadanos -empresarios, intelectuales y especialistas- que supuestamente enriquecían la gestión del mismo y le daban un sello de pluralidad. Al mandatario no le alcanzaban los dedos para contar a sus amigos y, ahora, le sobran dedos. Del gabinete Pinos sólo queda el recuerdo. Del grupo compacto del mandatario, unos cuantos. Y, así, a la mitad del río, el Presidente de la República se mira solo y desesperado. Si a la soledad y la desesperación se agrega ahora que el Presidente se siente ofendido por Adolfo Aguilar Zinser, pero no sabe cómo manejar ese sentimiento, el cuadro se complica. En este último drama de la supuesta ofensa, el Presidente de la República queriendo mostrar firmeza y fortaleza consiguió exactamente lo contrario: indecisión, debilidad y falta de sensibilidad política. La forma, el momento y el fondo de la decisión presidencial de prescindir del embajador Aguilar Zinser, deja muy mal parado al mandatario. En la forma, porque cuando un funcionario que ostenta la representación plenipotenciaria del gobierno se equivoca, el jefe de gobierno no puede decir que se equivocó sin despedirlo. Y si resuelve despedirlo o cesarlo, no tiene porqué entrar a negociar con el cesado la fecha de su salida. Pero si ya negoció la fecha de salida, entonces no tiene porqué atizar el fuego diciéndose ofendido. Y menos puede hacer todo eso cuando en el ambiente flota la idea de que el cese lo solicita Estados Unidos. Cuando todo eso ocurre, es natural que el despedido juegue todas sus cartas como lo hizo el embajador Adolfo Aguilar Zinser que, a los ojos, queda -con todo y su parte criticable- como un hombre más consecuente y decidido que su propio jefe, el Presidente de la República. Aun cuando medie un retiro negociado, el embajador terminó por decidir el cuándo y el porqué de su salida. De nuevo, el Presidente opera el cambio pero no lo decide. Mal, muy mal sale el Presidente del lance con su representante en el Consejo de Seguridad de Naciones. Queda mal ante otro amigo, queda mal frente a Estados Unidos, queda mal frente a Naciones Unidas y, desde luego, queda mal en México. En ese drama, el mandatario suscribió una crónica que desde antes de que Aguilar Zinser fungiera como su representante, estaba escrita porque, como bien dice el ahora ex embajador, era “un diplomático muy poco diplomático”. Cómo explicar, así, el asombro presidencial.
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Quedan cuarenta días para que concluya el año y, con él, el penúltimo tramo del Presidente para restablecer el mando, coordinar y disciplinar a la tripulación, encarar la tormenta e intentar que el cambio no sea la definición de aquello que se quiere evitar que ocurra, sino justamente de lo que se quiere provocar que suceda. El Presidente de la República pasa por un momento difícil. Se ve solo, se dice ofendido y no logra imprimirle un sello de eficacia a su gobierno.