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Sólo recuerda/Addenda

Germán Froto y Madariaga

¿Por qué tenemos que crecer? Sí, sí, ya lo sé. Es la ley de la vida. Pero hipotéticamente todo sería mejor si siempre fuéramos niños.

Aunque... pensándolo bien, ¿quién procrearía? ¿Quién criaría? ¿Quién formaría? ¿Y si le dejáramos esa noble tarea simplemente a Dios y que los niños surgieran por generación espontánea?

Pero bueno, la realidad es que no es así y tenemos que crecer. Es entonces cuando dejamos de considerar como fundamental en nuestras vidas la diversión, los juegos, las fantasías, la sinceridad en el comportamiento, la honestidad en el hablar (aunque a veces raye en la crueldad), las ilusiones, la capacidad de asombro y tantas cosas más que como quien muda de piel, en jirones, vamos dejando en el camino cuando crecemos.

Sólo te pido que recuerdes por unos momentos, en este que es el mes del niño, lo feliz que fuiste en tus años de infancia y cómo, no obstante que a lo largo de tu vida hayas tenido otros momentos de felicidad, aquellos quizá por ser los primeros están fijos en tu memoria como algo maravilloso.

Entonces, no sólo creíamos en los cuentos de hadas sino que los vivíamos. Éramos capaces de ir y volver a la luna en unos cuantos minutos. Un jardín se convertía en una selva inhóspita y un árbol en un gran barco pirata. El perro del vecino era un gran dragón con el que luchábamos para rescatar a una hermosa princesa.

La azotea de cualquier casa era un lugar apropiado para platicar con los compañeros de juego y sobre un caballito del carrusel podíamos recorrer grandes distancias.

Por eso, Juan Manuel Serrat dice sabiamente en su canción: “Eres el carrusel del furo”, que: “Cuando la llama de la fe se apaga y los doctores, no hayan la causa de su mal señoras y señores. Siga la senda de los niños y el perfume a churros, que en una nube de algodón dulce le espera el furo... O galopar en subibaja el mundo en un potrillo... Anímese, cuelgue el pellejo en la acera. Súbase al tordillo de madera... móntese en el carrusel del furo. Súbase, dos boletos por un duro. No se sorprenda si al girar la luna le hace un guiño, que un par de vueltas le dirán cómo alucina un niño...”.

En efecto, entre más caminamos por la vida, más nos transformamos y alejamos de aquellas conductas primigenias que nos hacían felices, diáfanos, prístinos y auténticos.

Apenas superada la niñez, a la vuelta de unos cuantos años, ya nos da pena andar por la calle con la ropa desgarrada, los zapatos pelados de las puntas y el cuerpo lleno de raspones, cuando que de niños eso era el pan de todos los días.

Si de adultos nos caemos delante de otros, sentimos una gran vergüenza, no obstante que cuando éramos niños la mitad del tiempo la pasábamos en el suelo, pero con la misma facilidad con que nos caíamos nos levantábamos como si nada hubiera pasado y seguíamos jugando.

Les decíamos a nuestros padres que los amábamos y con el paso del tiempo omitimos esas manifestaciones afectivas.

A las cosas y a las personas las llamábamos por su nombre sin limitación alguna. La vecina, no era como diríamos después “una señora llenita”. Para nosotros, de niños, era una vieja gorda, regañona, que salía y nos maltrataba por el simple hecho de que la pelota hubiera ido a rebotar en su pared.

Cuando el padre volvía a casa, después de un día de trabajo, corríamos a su encuentro y le rogábamos, si era necesario, para que nos diera un beso. Después, aunque lo viéramos entrar cansado, arrastrando el portafolios, si acaso desde la cama en que yacíamos echadotes le dirigíamos un simple “hola”. Y si él se nos acercaba para darnos un beso, le espetábamos un: “¡Ya, papá!”, que lo paraba en seco.

De niños, le rogábamos a nuestra madre que nos llevara a la escuela y nos sentíamos muy seguros de su mano. En la secundaría, si acaso nos veíamos obligados a aceptar que nos llevara, le pedíamos que nos dejara en la esquina para evitar que los compañeros nos vieran.

En la infancia, nos podemos pelear a muerte una mañana con algún amigo y para en la tarde ya andamos otra vez abrazados con él como si nada hubiera pasado. Con los años, agarramos un pleito y no lo soltamos por años y en ciertos casos ni a la hora en que se están muriendo aquellos que fueron amigos son capaces de perdonarse y reconciliarse.

El niño, sueña de noche, de día, por la mañana, por la tarde. Sueña siempre. Se ilusiona constantemente, pero vive el presente.

Con la edad, vamos dejando de soñar y las desilusiones son mayores que las pocas ilusiones que nuestro corazón pueda albergar. Además, ¡ah! cómo nos preocupa el futuro.

Por eso mismo, en la cita de Serrat, con acierto se dice que cuando la llama de la fe se está apagando y los médicos no dan pie con bola, lo recomendable es tomar la ruta que siguen los niños, guiándonos por el olor mágico de los churros, caramelos y algodones de azúcar y en una vuelta del carrusel podremos descubrir la forma en que alucina un niño.

Caprichosa es en sí la condición humana, porque cuando somos niños queremos crecer, luego en la adolescencia nos avergonzamos de lo que hacíamos de niños y no queremos ni que nos refieran alguna vivencia de esa época.

Pero, ya en la madurez, un día cualquiera, nos sorprendemos a nosotros mismos pensando con verdadero deleite en lo que hacíamos cuando éramos niños y... añoramos esos tiempos.

Permítanme para concluir estas simples reflexiones citar tan sólo dos cuartetas del “Romancillo del niño que todo lo quería ser”, de Manuel Benítez Carrasco:

“El niño quiso ser hombre / comenzó a ponerse años.../ le estaban tan mal los años / que ya no quiso ser hombre.

Y una mañana, al volver a su placeta de niño, / el hombre quiso ser niño.../ pero ya no pudo ser”.

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