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Suicidios/Plaza Pública

Miguel Ángel Granados Chapa

Aunque escriban mensajes en que expliquen los motivos de la fatal determinación, suele ser imposible penetrar en la conciencia de los suicidas, para averiguar los móviles últimos, la causa de la decisión que arma la mano para poner fin a la propia existencia.

Puede intentarse una interpretación. David Kelly, como Raúl Ramos Tercero (en cuya muerte pensamos inevitablemente por varias razones, entre otras la semejanza del modo de proceder), obraron empujados por presiones que no resistieron. Ramos Tercero apareció muerto en septiembre del 2000 en un paraje boscoso, con las venas cercenadas por un cuter. Como subsecretario de Industria había sido el diseñador y la voluntad motora del Registro Nacional de Vehículos, una iniciativa gubernamental luego entregada en concesión a particulares, que nació con mala estrella.

El director de la empresa privada que lo operaba resultó ser un torturador argentino, lo que asestó un golpe definitivo a un padrón vehicular que agraviaba de muchos modos a los directamente afectados y a otros segmentos de la sociedad. Ramos Tercero, un funcionario responsable y sensible, sobrevaloró los yerros en que él personalmente hubiera incurrido y, en sentido contrario, minusvaluó sus capacidades para enfrentar el desenlace de la operación en que empeñó el más importante de sus esfuerzos administrativos. Una señal de su inadecuada percepción del problema que lo atosigaba fueron las cartas en que responsabilizó a los medios de crear un clima que lo sofocaba.

Análoga sensación parece haber tenido Kelly, el asesor científico del ministerio británico de la Defensa. La índole y las consecuencias del episodio que terminó, por ahora, con su muerte, son de mucho mayor relevancia de las que aquejaron al funcionario del gobierno de Zedillo. Kelly, según las evidencias, contribuyó a desnudar la impostura con que se pretendió justificar el ataque anglonorteamericano a Iraq. Dos veces su conciencia lo impelió a romper reglas, las de su oficio y las del respeto a la vida, incluida la propia. Sintió su deber informar sobre el añadido con que el gobierno de Tony Blair adornó un reporte rutinario sobre las capacidades bélicas de Saddam Hussein. La mano de un funcionario voraz o irresponsable, o mercenario o canalla, agregó al eventual peligro que representaban las armas de destrucción masiva el dato, inexistente en el informe de inteligencia militar, de que el arsenal iraquí podía ser activado en 45 minutos. Blair hizo suya la patraña, la utilizó para justificar su belicismo y comunicó la falsa convicción a Bush, que la repitió con mayor irresponsabilidad que nadie, porque en sus manos estaba, y estuvo, basarse en tal reporte para activar su letal máquina guerrera. Ahora, descubierta la superchería, en su lugar han ido quedando el cinismo y la arrogancia. Pero tales turbias actitudes no aparecen solas en el escenario.

Completa el cuadro la imposibilidad de restablecer ya no digamos la gobernabilidad, categoría política, en Iraq, sino ni siquiera el orden callejero, categoría policiaca, cuya frecuente fractura acaso evidencia una resistencia armada que puede prolongarse indefinidamente a costos muy altos. La descarnada exposición de la mentira vulgar en que se basó la decisión pública de invadir a Iraq puso en jaque a los gobiernos que la utilizaron. La popularidad de Bush ha descendido notablemente, algo muy riesgoso para quien buscará ser reelegido en noviembre del año próximo. El gobierno de Londres, a su turno, pretendió que disminuyera la descomunal dimensión de su engaño abultando un diferendo con la BBC, que difundió al Reino Unido y al mundo la noticia de que Blair había mentido. Y cuando Kelly fue descubierto como quien filtró al periodista Andrew Guilligan los pormenores de aquella macabra invención gubernamental se buscó que corrigiera. Cumplir con su deber, dando a conocer el engaño, creó en Kelly la paradoja de suponer que había faltado a su deber. Y ante las presiones del gobierno para desdecirse y quizá de la BBC necesitada de mantener firme su versión, y ante la avidez del resto de los medios, se retiró como Ramos Tercero a un paraje boscoso y allí, También dejándose desangrar, no tuvo ya que encarar los agudos dilemas en que se hallaba. No ha dejado de considerarse, por la peculiaridad del caso, que Kelly pudo no haberse suicidado.

Lo mismo ocurrió con Ramos Tercero, hace ya casi tres años. Pero antes de que corriera la hipótesis de un homicidio, el dictamen de la autoridad mexiquense fue expedito: el subsecretario se había privado de la vida. Pero en ese como en otros casos en que un oportuno suicidio alivia un conflicto de poder, es difícil que la decisión judicial obtenga asentimiento público. Eso mismo ha ocurrido con la muerte de Digna Ochoa. Y no sólo por una enfermiza suspicacia social, nacida de años de escepticismo o del convencimiento de que la procuración de justicia no está, ni en el ámbito federal ni en el capitalino, en las manos más aptas. Demasiadas contradicciones sobre los hechos conocidos -el modo de operar el arma, por ejemplo, impropio de una persona que no era ambidextra— impiden dar por cierta la conclusión de que la defensora de derechos humanos -que lo era, y no la simple tinterilla que se dice fue, como si disminuir su rango social justificara su muerte-y de que, por añadidura montó un tinglado para simular que había sido asesinada. Para su desgracia, no contó con la sagacidad de los sabuesos de la Procuraduría de Justicia del DF, que descifraron su aviesa intención.

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