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Tercer Informe: ¿La devolución?

Francisco Valdés Ugalde

En el mensaje político del tercer Informe de Gobierno, el Presidente rindió cuentas ante el Congreso del desempeño de su administración, hizo una autocrítica sobre la insuficiencia de lo alcanzado y delineó una concepción del rumbo a seguir en materia de las transformaciones que requiere el Estado mexicano y de los avances del proceso democrático.

Sin duda, ha habido logros políticos en varios campos. Aunque a veces parezcan imperceptibles, por la ausencia de estrategia y las dificultades para avanzar consistentemente en asuntos de fondo, se han dado pasos para disminuir la corrupción en el gobierno, se han abierto espacios para la rendición de cuentas, se han renovado compromisos para cumplir con el respeto a los derechos humanos y a la libertad de prensa. Sin embargo, estos adelantos palidecen frente a rezagos que no pueden ser calificados de circunstanciales, sino de tipo estructural.

Rezagos que no han recibido del gobierno “del cambio” la atención requerida, ya no digamos para llevar a cabo con éxito las transformaciones necesarias, sino siquiera para fijar una agenda que permita comparar lo hecho con lo pendiente, ejercicio que parece darle miedo a la administración de Vicente Fox Los dos últimos aspectos abordados por el mandatario, la reforma del Estado y la situación que guarda el avance democrático son de particular relevancia, pues esbozan una concepción de las transformaciones necesarias del Estado y de la orientación del proceso de cambio democrático. Dicha concepción es, en varios aspectos, diferente de la que el mismo Fox expuso en su campaña y en los inicios de su gobierno. Más aún, la manera en que el Presidente recoloca la agenda de reformas de largo plazo se presenta condicionada por las reformas urgentes que requieren de “acuerdos” en el Congreso, principalmente, según se ha dejado ver en los últimos días, entre el PRI, cuya mayoría creció en las elecciones intermedias, y el PAN, partido del gobierno con fuerza disminuida.

En el primer tema sobresale una tesis sostenida por el Presidente: “La reforma del Estado no implica la refundación del Estado; implica tan sólo elevar su calidad y modernizar sus instituciones”. Esta idea contrasta significativamente, si es que no se contradice, con la pronunciada inmediatamente antes: “Hemos conquistado la democracia; ahora debemos perfeccionarla y, sobre todo, hacerla más eficaz. Es nuestra responsabilidad construir cimientos firmes, que la consoliden y la protejan de cualquier fragilidad”. Hasta donde las palabras dan, “construir cimientos” es un acto de fundación, no de perfeccionamiento; es la innovación de fundamentos inexistentes previamente, no la mera reforma de la fachada o el tejado. En ayuda del entendimiento acude una frase del párrafo inmediatamente anterior al segundo: “No será jamás interés de mi gobierno preservar ni restaurar viejas prácticas políticas. Tampoco será colapsarlas, sin acordar previamente las nuevas reglas para su relevo”. Hay en esta idea una noción de transacción con viejas prácticas a las que el Presidente sugiere no colapsar, sino cambiar mediante la negociación y el acuerdo.

Al buen entendedor pocas palabras. Las viejas prácticas han de ser las del sistema priista, que luchan por sobrevivir y lo consiguen con la mano en la cintura, al tumbar por los suelos cada uno de los erráticos intentos de cambio emprendidos tibiamente por el gobierno de Fox, de la reforma del Estado a la laboral, pasando por la fiscal y la eléctrica.

Pero como sabe casi todo el mundo, las prácticas se asientan en sistemas de normas que las hacen posibles. Cambiar las prácticas implica modificar las pautas normativas que les dan vida y las perpetúan en el tiempo. El Presidente lo sabe muy bien. Cuando en su campaña se refirió a la necesidad de una reforma del Estado, insistió una y otra vez en este punto; cuando ya en su mandato se refirió a los cambios constitucionales que hacen falta, dirigió sus baterías hacia los puntos nodales que en las reglas fundamentales del régimen aseguran la perseverancia de un sistema de gobierno, que desfavorece las prácticas democráticas e incentiva la descoordinación entre los órganos del Estado, y entre éste y la sociedad a la que debe servir.

Buena parte del sistema de reglas que prevalece en el régimen político fueron definidas por el partido que fundó el autoritarismo presidencialista en México, el PNR, abuelo del PRI. Las reformas constitucionales que cancelaron la democracia en la Constitución de 1917 se instrumentaron bajo la égida del callismo. Entonces se quitó a los ciudadanos la posibilidad de reelegir a los legisladores federales y estatales; se subordinó al municipio y a las entidades federativas a un sofocante centralismo; se quitó al Poder Legislativo su potestad de elección indirecta de los altos cargos del Poder Judicial, para dejarlo en manos del presidente y del Senado. Además, el control del Ejecutivo sobre el Ministerio Público, sumado a un capítulo de “garantías” individuales obsoleto y de derechos sociales tutelados, hace que los derechos fundamentales de las personas permanezcan a la zaga, tanto porque el Estado es quien los concede, no quien los reconoce y los hace respetar, como porque su definición es anticuada e insuficiente para la actualidad de una sociedad con exigencias muy superiores a las que en nuestro sistema se consignan.

De ahí que sea necesario plantearse de otro modo el problema de la reforma del Estado. A veces, el lenguaje estorba. Supongo de buena fe que cuando el Presidente dice que la reforma del Estado no implica su refundación, quiere decir que no debemos hacer tabla rasa de lo que hoy tenemos. Pero es inadmisible la insinuación de una renuncia deliberada a cambiar lo que en el sistema de gobierno impera como antidemocrático. Es verdad que hemos cambiado las reglas de acceso al poder, pero no hemos transformado las de su ejercicio en la medida necesaria, para dejar atrás las prácticas del presidencialismo de partido hegemónico.

La búsqueda de acuerdos para atender lo urgente no puede basarse en el sacrificio de cambios sin los cuales el régimen político seguirá propiciando prácticas antidemocráticas, que tenderán a consolidar en el poder a un sistema de partidos pluralista y con alternancia política, pero con una dinámica de representación social muy restringida. Esta dinámica conduce a una concepción minimalista de la democracia que solamente puede beneficiar la devolución del poder a los artífices y herederos del régimen priista.

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