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Tortura psicológica/Diálogos

Yamil Darwich

El día dos de febrero de 1848, en la Villa de Guadalupe, Hidalgo, tres comisionados mexicanos; Bernardo Couto, Miguel Atristáin y Luis Gonzaga, se reunieron con Nicholast Trist, comisionado por los Estados Unidos para desahogar el tema del fin de la guerra de Texas y firmar un tratado de paz entre México y los Estados Unidos.

Narra Josefina Zoraida, investigadora del Colegio de México, que Don Bernardo Couto, al momento de firmar el injusto Trato para la Paz, le comentó a Trist, “este debe ser un momento de orgullo para usted; no menos orgulloso para usted que humillante para nosotros”.

Tiempo después, la esposa del norteamericano, Sra. Virginia Randolph Trist, escribió una carta en que comentaba la postura del marido, afirmando que él había dicho “si esos mexicanos hubieran podido leer mi corazón ... se hubieran percatado que mi sentimiento de vergüenza como americano era más profundo que el suyo como mexicanos”... y más adelante escribía: “si mi conducta de esos momentos hubiera estado gobernada por mi conciencia como hombre y mi sentido de justicia como americano, hubiera cedido en todas las instancias”... y más adelante: “estuve guiado por dos consideraciones: una era la injusticia de la guerra como un abuso de poder de nuestra parte; la otra fue que entre más desventajoso fuera el tratado para México, más fuerte sería el fundamento de la oposición en el Congreso, de parte del partido que se jactaba de su habilidad para frustrar cualquier intento de paz”. Así autodefinía Trist el doloroso sentido de responsabilidad nacionalista que vivía y confirma la constitución de nobleza, del común de los hombres y mujeres norteamericanos que se aferran a vivir los valores trascendentes que sancionan a la injusticia y la mentira que se oponen a la bondad y a la verdad, con el abuso del poder.

México vivía tiempos de total ingobernabilidad con partidos políticos en oposición y agresión, impidiendo acuerdos y paralizando la economía; con una agricultura prácticamente inexistente; sin industria; con caminos tortuosos y plagados de bandoleros; y un comercio descontrolado y hasta disparatado. Por si fuera poco, aún sufría las constantes amenazas y agresiones de países europeos que trataban de obtener una tajada de la nación recién nacida.

Los mexicanos padecían la incertidumbre del futuro personal, del destino de sus familiares y de la vida como nación. Las atenciones de salud eran pobres y los alimentos limitados y escasos, viviendo sentimientos de desamparo, incertidumbre, ansiedad, temor de perder la vida y la posible muerte de los seres queridos, de desesperanza y en no pocos casos, de depresión psíquica.

También sufrían la más dolorosa de las torturas, la psicológica, al no poder asegurar una vida con calidad, ni la de sus familiares y amigos, sabiéndose derrotados en una guerra con enorme desigualdad de fuerzas y sometidos, hasta ceder casi la mitad de su territorio nacional, recibiendo a cambio una ridícula suma de dinero, pagadero ¡en abonos!

La historia del abuso con la aplicación de la fuerza guerrera de nuevo se repite, ahora en el Oriente Medio, donde el presidente Bush se empecina en derrocar al enemigo personal y de su familia, Saddam Hussein, sin importar el precio que se pague en vidas humanas y daños materiales.

El mundo está viviendo tiempos de ansiedad, con la protesta de muchos ciudadanos europeos, orientales, medio orientales, latinoamericanos y africanos, que temen por el futuro, por su vida y el daño ecológico que le puedan hacer al planeta.

Los iraquíes sufren la angustia de saberse amenazados por una guerra desproporcionada, igual a la que vivimos en el pasado los mexicanos, a sabiendas de que poco podrán hacer para detener la invasión de un ejército con armamento infinitamente superior, que habrá de cobrar su cuota en vidas humanas: la de hijos y esposos de mujeres que quedarán doloridas, apesadumbradas, resentidas, con resabios de odio y rencor; los hijos de padres y madres que los verán morir, quedando muchos de ellos en el desamparo.

En Iraq esperan la guerra con temor por sus vidas, con ese miedo que nosotros sufrimos hace siglos, en carne propia.

Más allá de los intentos de encontrar justificaciones a la guerra, en el mundo tememos por nuestra integridad, por los efectos de contaminación, sea por armas bacteriológicas o atómicas, de uno u otro bando.

Nuestros antepasados vivieron el abuso de la invasión, especialmente los norteños, que debieron aceptar ¡hasta hospedar en sus casas a los militares norteamericanos!

Ahora ellos, los iraquíes, padecerán los estragos de la invasión en la integridad de sus personas y sus propiedades.

También vivirán la más desgarradora de las torturas: la psicológica, al no saber qué les deparará el mañana. Algunos conocedores dicen que la guerra será a principios de febrero, cuando se desate la violencia más salvaje, la organizada en ejércitos con tecnología de punta; otros afirman que será a mediados del mes; y unos más, aún tenemos la esperanza de que todo termine en un conato de violencia, eso si el dictador iraquí renuncia al poder y entrega a su ejército, su territorio, su petróleo y sus armas, entre ellas las bacteriológicas que nadie encuentra y que han sido el cimiento que justifica las intenciones de guerra.

Este Diálogo tiene el propósito de denunciar a la guerra misma, más allá de tratar de dar la razón a uno u otro partido belicoso.

La guerra no tiene justificación alguna, al incluir el atentado y destrucción de la vida humana, así como tampoco el terrorismo, por las mismas causas.

Lo invito a reforzar nuestro sentido nacional pacifista, a que nos opongamos a la guerra y que nos comprometamos en una alianza contra ella, enseñando, educando con la palabra y el ejemplo a los que no saben o entienden menos que nosotros, que por poco que parezca es una alternativa para el futuro. ydarwich@ual.mx

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