Lo prometido es deuda: en vista de que se traslaparon dos aniversarios el pasado día 11, hace una semana hablamos de uno de ellos (los atentados en Nueva York y Arlington de hace dos años) y ahora nos ocuparemos del evento más añejo pero igualmente traumático: el golpe de Estado en contra del presidente chileno Salvador Allende Gossens. Conviene recordar algunas cosas que, por el paso del tiempo y la martirología que rodeó al hecho, parecen haber sido olvidadas.
Primero que nada: la presidencia de Allende y su amargo final constituyen una piedra de toque para buena parte de la izquierda latinoamericana, aunque generalmente por las razones equivocadas. Por un lado, es un ejemplo recurrente para argumentar que, si la izquierda quiere llegar al poder por medios democráticos, la cosa tarde o temprano termina en desastre. Durante años el sacrificio de Allende (y, no lo olvidemos, otros tres mil chilenos) fue uno de los argumentos esgrimidos para buscar los cambios en Latinoamérica mediante la acción violenta revolucionaria. Quién sabe cuántos muertos, cuánto dolor inútil, le costó a nuestro continente esa línea de pensamiento.
Por otro lado, la forma en que Allende llegó a La Moneda (la residencia presidencial en Santiago de Chile) refuerza en algunos la noción de que si se insiste durante mucho tiempo y con suficiente entereza, se puede acceder al poder. Después de todo, Allende triunfó a la cuarta intentona... como Lula lo hizo en Brasil el año pasado.
Mucho me temo que Cuauhtémoc Cárdenas es un fiel seguidor de esta idea y no parece dispuesto a ahuecar el ala, después de tres derrotas... en las cuales ha obtenido cada vez menos votos. No es difícil imaginar a algunos jilguerillos murmurando al oído del michoacano: “acuérdate de Allende; acuérdate de Lula; a la cuarta es la vencida”. Se le enchina a uno el cuero sólo de pensarlo.
El problema con esta noción es que Allende no hubiera ganado ni a la cuarta ni a la quinta, de no ser por las profundas divisiones y ruidosas querellas de la derecha y centroderecha chilenas en las elecciones de 1970, en las que postularon a varios candidatos. Allende obtuvo menos del 33% de la votación (lo que explica algunas de las debilidades fundamentales de su régimen) y sin embargo era legal, constitucionalmente, el gobernante legítimo. La derecha se dio de topes contra la pared por haber permitido que un marxista, con tan cuestionable apoyo popular, se les hubiera colado a la presidencia.
De hecho, las conjuras en contra de Allende comenzaron antes de que éste tomara posesión. Aún no sabemos bien a bien si para forzar un golpe militar, para que el Congreso no declarara presidente a Allende (su prerrogativa, de acuerdo a la Constitución), en un intento de secuestro a la mexicana, o simplemente para crear el caos y la desconfianza en el régimen que apenas iba a nacer, un comando civil asesinó al leal Comandante del Ejército chileno René Schneider. La reacción en Chile fue casi unánime: asqueados ante semejante felonía, partidos y ciudadanos consideraron que había que reforzar las instituciones y Allende fue proclamado presidente. Sin embargo, las señales ominosas ya estaban ahí.
Allende se lanzó a transformar Chile con espíritu de chivo en cristalería, pletórico de muy buenas intenciones pero pisando muchos callos y pegándole de palos a no pocos avisperos. Recordemos: son principios de los setenta, Estados Unidos está metido aún en el berenjenal de Viet Nam, la economía americana se tambalea y en la Casa Blanca está el rabioso anticomunista Richard Nixon, asesorado por el siniestro Henry Kissinger. Recordemos: dos de cada tres chilenos no votaron por Allende, así que algunas de sus reformas no fueron acogidas con mucho entusiasmo que digamos, en especial porque para muchos conservadores éstas exhalaban cierto tufillo a comunismo. Recordemos: Castro había llegado al poder poco más de una década antes, y la posibilidad del surgimiento de una “nueva Cuba” en Latinoamérica no era lo descabellada que ahora nos parece a la distancia; no, al menos, para la CIA y demás capitostes del gobierno norteamericano, especialistas en ver moros con tranchetes por todos lados y a todas horas. Recordemos: menos de cuatro años antes el “Che” Guevara había sido asesinado en la vecina Bolivia cuando intentaba iniciar una “Revolución Continental” y sus compañeros sobrevivientes habían salvado el pellejo gracias a la ayuda de un senador chileno llamado Salvador Allende. Así pues, el horno no estaba para bollos.
Con la derecha recalcitrante presionando por un lado y los Estados Unidos por el otro (Kissinger dijo: “Vamos a hacer chillar la economía de Chile”... y cumplió su palabra) Allende no tenía mucho margen de maniobra. Sin embargo, se dejó ir como “El Borras”. La verdad, no sabe uno si admirarle su valentía, idealismo y entereza, o reprocharle su irresponsabilidad y miopía. La cuestión es que en menos de dos años la situación se tornó caótica: los grandes comerciantes crearon una escasez artificial de productos que iban de la carne al papel del baño (este último el boicot más efectivo y desequilibrante, aquí entre nos); los transportistas paralizaban periódicamente a un país con forma de cinta de zapatos y pocas vías alternas y las amas de casa salían a las calles a darle duro a sus cacerolas, haciendo un ruido de los mil demonios, como protesta por lo vacías que se encontraban (las cacerolas, no las damas; de ahí deviene el término “cacerolismo” que denomina a la población exasperada por las acciones gubernamentales). Total, un ambiente super tenso para el gobierno de Allende.
Quien, sin embargo, tenía la certidumbre de la lealtad de las Fuerzas Armadas; lealtad si no a él, a las instituciones. El ministro de Defensa Orlando Letelier (quien años después sería volado en pleno Washington por un comando pinochetista) y el Comandante del Ejército Carlos Prats eran hombres íntegros, que jamás hubieran pensado en rebelarse por muy fea que se pusiera la situación.
Pero no todos en las Fuerzas Armadas sentían lo mismo. Ya para fines del verano de 1973, tanto en el ejército como en la fuerza aérea y la marina había quienes consideraban que el estado de cosas se había vuelto intolerable. En agosto, un pequeño grupo de oficiales se rebeló, sacando tropas y tanques a las calles de Santiago. La revuelta fue rápidamente sofocada, pero dejó dos secuelas: una, el impresionante documento que constituye la filmación de un periodista sueco, quien enfocando su cámara en uno de los soldados golpistas filmó cómo éste se volvía, apuntaba y disparaba contra él: grabó la bala que lo mató. La segunda secuela fue más importante para los acontecimientos que pronto se precipitarían: en un acto de vergüenza y pundonor, Prats renunció no sólo a su cargo, sino al servicio en la milicia: dijo que era la única manera en que podía lavar su honor, luego que tropas en teoría bajo su mando habían intentado una asonada en contra de un presidente legítimo. Para sustituir a tan digno militar, Allende designó al general Augusto Pinochet. Así se puso en manos de su verdugo.
Menos de un mes más tarde, Pinochet encabezaría un nuevo alzamiento, éste exitoso, en el transcurso del cuál se bombardearía salvajemente La Moneda y Allende optaría por suicidarse antes que ceder ante la ignominia y la traición. Ahí sí, mis respetos.
¿Por qué escogió Allende a Pinochet? Bueno, si a ésas vamos, durante la Decena Trágica (febrero de 1913) ¿por qué no sustituyó Madero a Victoriano Huerta, un alcohólico psicótico siempre al borde del delirium tremens y de quien se tenían muchas sospechas, por Felipe Ángeles, un hombre integérrimo, a carta cabal? ¿Por qué Madero no se quedó en Cuernavaca con Ángeles, mientras Huerta negociaba la traición con los facciosos de la Ciudadela? Son de esos misterios que resulta difícil descifrar. Quizá sencillamente Madero y Allende eran malos jueces del temperamento y la personalidad humanas. Pero, por otro lado, ¿no lo somos todos, en mayor o menor medida?
Al golpe le siguió una represión brutal, en la que unas tres mil personas (incluidos algunos mexicanos, hombres y mujeres) fueron asesinadas o “desaparecidas”. En Chile la Guerra Sucia dictó por primera vez sus terribles lecciones para Latinoamérica. Alumnos distinguidos como Luis Echeverría, Efraín Ríos Montt y Rafael Videla aprenderían del ejemplo pinochetista.
A fin de cuentas, el dictador se montó en el poder 17 años. Luego de un atentado contra su vida que no tuvo éxito y ante un cada vez menor apoyo público, en 1990 se atrevió a convocar un referéndum para ver si los chilenos lo querían como presidente durante otros siete años y en sus próximas dos reencarnaciones. Por un leve margen, los chilenos dijeron que ya habían tenido suficiente. Pinochet entregó la presidencia, pero se las ingenió mañosamente para seguir siendo Comandante del Ejército, senador vitalicio y creo que también Jefe Perenne de la Porra del Colo Colo. Luego de su retiro, tuvo la mala idea de ir a fayuquear y operarse a Londres, en donde lo pepenó el largo brazo de Baltasar Garzón. A fin de cuentas el viejo dictador se libró del juicio en España, pero no del de la historia: en un continente que los últimos dos siglos ha estado colmado de chacales, él constituye un símbolo notorio de la traición y lo sanguinario.
¿Qué aprendimos, pues, del golpe de hace treinta años? Lo primero, que por muy mal que funcione un gobierno democráticamente electo, la opción de tumbarlo por medios violentos resulta siempre mucho peor. Derivado de lo anterior: que hay que fortalecer las instituciones para que la tentación del golpe sea cada vez más remota. Y también, que los fueros y prebendas creados por el poder, tarde o temprano se vuelven pretextos para la impunidad. Pregúntenle a Pinochet; o al senador Aldana: por defender la libertad de ese pillo, el PRI parece dispuesto a truncar las urgentísimas reformas que requiere el país. Un delincuente por una nación: ésas son las prioridades de los distinguidos seguidores de Madrazo. Y seguimos sin aprender de la historia...
Consejo no pedido para no llorar por la actuación de los Raiders: escuchen cualquier cosa de Víctor Jara, cantante salvajemente torturado y asesinado en los primeros días del golpe; renten “De amor y de sombras” (Of love and shadows, 1996), en la que Antonio Banderas y ese ángel caído a la tierra que es Jennifer Connelly tejen una historia de amor en un país lastimado por la represión y lean “Pálidas banderas”, de Paco Ignaco Taibo I, en donde narra un atentado contra Pinochet... antes de que el real ocurriera. Provecho.
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