En este día se celebra el sexagésimo aniversario de la Escuela de Jurisprudencia, en cuyas aulas dejaron honda huella insignes personajes del saber jurídico. Los maestros fundadores están siendo homenajeados merecidamente. Para ubicarnos en la época en que nació ese centro de estudios, evoquemos aquel hermoso y señero Saltillo de los años cuarenta en que la vida provinciana transcurría con sencilla parsimonia. Los relojes de péndulo, a los que sus dueños daban cuerda con un llavín plateado, marcaban las horas en los antañones estancos de la esquina. Las barberías, eran centros de distribución de noticias, en las que hábiles fígaros daban cuenta de las novedades, mientras rapaban el cabello de sus clientes. Por sus callejuelas empedradas, en ocasiones sombrías, aún se movían carruajes tirados por caballos enjaezados según el gusto de sus propietarios. El teléfono era un precioso aparato, en el que había que darle vuelta a una manija para comunicarse con la central. La música se escuchaba en gramófonos. Era otro mundo. Se podía sentir cómo, casi con pereza, se deslizaba el tiempo. En las noches frías y neblinosas las casas semejaban un pueblo que se desdibujaba en la oscuridad creando figuras fantasmagóricas.
Son muchas las generaciones de estudiantes que han pasado por sus salones de clase. He conocido a varios, de los cuales podría estar orgullosa la mejor Universidad del país por su erudición, sabiduría y perspicacia jurídica. Muchos que en estos sesenta años, una vez titulados, retribuyeron su preparación entregando en la cátedra los conocimientos adquiridos. Dicen los clásicos que para muestra basta un botón, me referiré a uno de ellos, prototipo de integridad profesional, que con su impecable conducta y la pulcritud de sus juicios ha demostrado, en un mundo convertido en cenagoso pantano, que se puede ser íntegro, justo e incorruptible. Un ilustre letrado, de carácter juvenil, que se ha desempeñado lo mismo en el servicio público, que en la actividad notarial o en el apostolado magisterial, en los que impuso su sello personal de austera eficiencia. Al conocer a Luis Treviño Medrano lo primero que llama la atención es la agudeza de sus comentarios, en que se refleja una excelsa cultura de que legítimamente se vale para encontrar la solución a complejos problemas de la temática jurídica.
Este abogado, de gran prosapia y noble alcurnia saltillense, ha sido objeto, en el marco de eventos programados por el aniversario de su escuela, de un merecido homenaje por su limpia trayectoria, quedando al descubierto el respeto que le profesa la comunidad, que va al parejo de la sencillez y modestia con la que suele mostrarse. Hubo discursos laudatorios expuestos por varios de sus compañeros, que propiciaron en el recinto de la ceremonia, aplausos de admiración de la comunidad universitaria. Es un Maestro por antonomasia cuyas enseñanzas las perciben quienes simplemente le oyen hablar, con voz pausada, de los prolijos asuntos que la vida puso en sus manos. Es un jurista cuyo linaje es de rancia solera, si no por cuna sí por sus aristocráticas maneras que recuerdan a las de un monarca cuyo patrimonio es el feudo de conocimientos que puso a su alcance la escuela de leyes, cuya fundación se festeja precisamente hoy, enriquecidos con la lectura de pesados volúmenes y gruesos infolios.
Es un hombre enjuto, de estatura regular, espaldas ligeramente cargadas, con gafas que no logran ocultar la malicia de quien reconoce la bondad o la maldad de los demás, oscilando su semblante entre la alegría y la severidad. Su tez, tan blanca antaño, ha adquirido al paso de los años esos tonos cálidos y nacarados que ansían encontrar los artistas de la fotografía. Su mirada no ha perdido el brillo de su lejana juventud. Si se Xtratara de hurgar en la intimidad del laureado maestro Luis Treviño Medrano encontraríamos que es todo un caballero, chapado a la antigua, de aquellos que cuando se usaba sombrero solían descubrirse al saludar a una dama, cediéndole a su paso, con elegante galanura, la parte interna de la acera. Es orador de grandes dotes, apenas descubiertos por su natural modestia, seduciendo a su auditorio con la elocuencia de discursos elaborados en la improvisación del momento.
Desde luego nada más lejos de mi intención que producir locuciones ditirámbicas. En este caso no es necesario llegar a esos extremos. Aunque, debo reconocer que cuando se habla de un personaje de la calidad académica del licenciado Treviño Medrano no se puede ser cicatero con las palabras elogiosas. Tantas como se digan se las ha ganado a fuerza de ser un hombre de bien y un maestro distinguido.