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Un destino ineluctable

Gilberto Serna

Todo apunta a que en unos cuantos días se desatará, con toda la fuerza devastadora de la tecnología moderna, lo que podría ser el prolegómeno de la tercera guerra mundial. Nadie duda de que el poder destructivo que ha logrado acumular la nación más poderosa de todos los tiempos, le ha enajenado el pensamiento a tal grado que no le importa conducir al mundo a una conflagración total. La humanidad se está desquiciando haciendo trizas las tres potencias del alma: no hay entendimiento, no hay voluntad, no hay memoria; dejamos paso a los cinco jinetes del apocalipsis. Nada hemos aprendido de lo que nos enseña la historia. Igual que las ovejas que son llevadas al despeñadero, sin queja alguna, las criaturas del Señor estamos prontas para desaparecer de la faz de la Tierra. No cabe duda. Ha sido una aventura maravillosa, desde que el ser humano se movía de rama en rama, como nuestro antepasado el mono Gibón, hasta nuestros días en que nuestra estulticia nos ha llevado a pretender compararnos con el Creador.

La naturaleza es sabia. En los últimos sesenta años, los seres humanos, nos hemos reproducido con tal rapidez que causa extrañeza, preguntándonos cuál será el significado de este crecimiento descomunal. Alrededor de los años cuarentas, de la centuria pasada, aun se premiaba a las madres prolíficas pensando en la necesidad de poblar nuestra extensión geográfica. Era entonces digna de encomio la mujer que engendraba un número de hijos que propagara rápidamente nuestra especie. Hemos llegado a este principio de siglo con una población de seis mil millones, considerando que en el año 2025 seremos ocho mil quinientos millones. Esto no es una casualidad ni es un capricho atávico. Hay algo que está más allá de nuestro conocimiento y por lo mismo de nuestra comprensión. La naturaleza se prepara, por algún motivo que sólo ella sabe, para una siniestra perturbación.

No puede ser de otra manera si escuchamos las declaraciones de los líderes del mundo. “Se acabó el juego” declara el Presidente de los Estados Unidos de América. Con lo que abre la puerta para que avancen los demonios de la destrucción. En la laguna Estigia, Caronte prepara su barcaza para cruzar llevando las almas de los muertos que caerán en la última batalla, la del bien en contra del mal. Cree Bush estar decidiendo sobre el futuro sin tener la menor idea de que todo está determinado. Es el instrumento de que se valen los hados omnipotentes. El orden de causas encadenadas unas con otras, necesariamente producirán su efecto. El poeta Homero, autor de la Iliada y la Odisea, nos cuenta como la pitonisa Cassandra, pedía a los troyanos no aceptaran dentro de los muros de su ciudad el caballo de madera que habían abandonado los aqueos; de nada sirvió, pues estaba escrito que esa antigua ciudad fuese saqueada e incendiada. Así, el destino de la humanidad está trazado desde el principio de los tiempos.

No se entiende de otra manera la terquedad de George W. Bush de llevar adelante sus planes bélicos. Nada parece capaz de detenerlo en su idea de exterminar al pueblo de Iraq. Está decidido a seguir no obstando que la guerra haya sido repudiada por manifestaciones populares, en casi todas las naciones del orbe, sin exceptuar la propia Unión Americana. Desoye a representantes de los países que conforman el Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas. No obstante, debo reconocer, el presidente Bush tiene sus cinco sentidos en regla. En las noches se retira a su dormitorio cayendo en un sueño profundo y reparador. No es él quien está poniendo a la humanidad en peligro de desaparecer. Bush apenas es una marioneta de un destino ineluctable. Lo que antiguos profetas predijeron está por cumplirse. El huésped de la Casa Blanca, nadie lo duda en este momento, ordenará a sus tropas iniciar la refriega.

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