Nunca un país había logrado el peso militar que ha alcanzado Estados Unidos. En la historia de los imperios, es la primera vez que una potencia puede vencer militarmente al resto del planeta. De ese tamaño es la brecha tecnológica que se ha abierto entre la fuerza del Pentágono y cualquier otra institución bélica. Pero, paradójicamente, ahora que la fuerza militar y política de Estados Unidos es incuestionable, su economía comienza a hacer agua. Y todo indica que no se trata simplemente de un problema pasajero, producto de una política mal concebida (aunque eso lo ha acentuado), si no de fallas estructurales que a la larga podrían cuestionar la hegemonía del dólar y quebrantar de manera crónica la salud de la economía norteamericana.
La explicación de este fenómeno puede ser tan técnica como se desee, pero remite en el fondo a una ecuación elemental: los estadounidenses consumen mucho más de lo que producen. Lo han venido haciendo desde hace años y no parece haber forma de modificar esa tendencia. El resultado es que importan del exterior mucho más de lo que exportan. Es decir cargan con una balanza comercial deficitaria que año a año acumula enormes números rojos (500,000 millones de dólares sólo el año pasado). ¿Cómo entonces sobrevive la pujanza norteamericana? Gracias a los inversionistas del resto del mundo que colocan sus portafolios en dólares, acciones norteamericanas y bonos del Tesoro. Las empresas y los inversionistas privados de Europa y Asia (y en menor medida de América Latina y África) son quienes impiden que se derrumbe la aplanadora norteamericana.
Los gobiernos de todo el mundo también hacen su parte. A principios de los años noventa, alrededor de 70 por ciento de las reservas de los bancos centrales se concentraba en dólares. Esto significa que cada país guarda una cantidad significativa de dólares (en mayor proporción que el oro) para respaldar su propia moneda. Más de la mitad de los bonos del Tesoro se encuentra en las bóvedas de las reservas de los bancos centrales de otros países (y más de la mitad de los billetes verdes en circulación está en manos de extranjeros).
Es decir, Estados Unidos vive del crédito y su nivel de endeudamiento es enorme. Comprar un bono del Tesoro es lo mismo que otorgar un crédito al gobierno norteamericano. Enviar autos Mercedes Benz de Alemania a California a cambio de dólares es también un crédito que se pagará en especie (cuando los dólares recibidos por los alemanes sean cambiados por mercancía norteamericana). En cualquier caso son promesas de pago futuras. El problema es que la acumulación de promesas futuras ha alcanzado límites insospechados. ¿Qué pasaría si los bonos del Tesoro no son revalidados a su vencimiento y se exige su cobro? ¿Qué pasa si los detentadores extranjeros de dólares desean convertirlos en mercancía estadounidense? El sistema se derrumbaría.
Desde luego, la pregunta es hipotética porque el mundo no va a despertarse con una súbita aversión al dólar. Lo que no es hipotético es la tendencia a una incipiente desconfianza por parte de los inversionistas y su paulatino interés en otras monedas. En apenas diez años la proporción de las reservas sostenidas en dólares ha disminuido del 70 por ciento señalado arriba a 57 por ciento y bajando. En contraposición, el euro representa ya el 29 por ciento de esas reservas mundiales. Más alarmante aún es el hecho de que la rentabilidad de las inversiones en euros en este momento es más elevada que las de las inversiones en dólares. Desde enero de 2002 el dólar se ha devaluado 20 por ciento con respecto a la moneda europea.
Si estas tendencias de inversión se generalizan las consecuencias pueden ser catastróficas. Estados Unidos requiere 1,500 millones de dólares frescos cada día hábil del año en inversiones del exterior para subsanar su déficit comercial. El flujo de inversión se está reduciendo mientras que el déficit comercial sigue creciendo. Si los estadounidenses no cambian sus patrones de consumo y el déficit no es compensado por inversiones frescas, el dólar tenderá a devaluarse, lo cual incrementará la desconfianza de los inversionistas.
En primera instancia la fortaleza del dólar depende de la percepción de los inversores de todo el mundo. Pero en última instancia reside en los datos duros de la propia economía. Alguien podría considerar que esta creciente debilidad económica podría ser una buena noticia para el mundo, pues ejercería un efecto equilibrante con el resto de los países. Pero necesariamente es así, pues podía conducir a escenarios de pesadilla (por no hablar del efecto devastador que una crisis estructural en Estados Unidos podría provocar en México). El enorme poderío político y militar de Washington difícilmente se quedaría pasivo frente al derrumbe de su propio bienestar. Lo más probablemente es que en algún momento de la caída interrumpa el orden de cosas para restablecer reglas del juego que aseguren su preeminencia. Mientras tenga una bazuca en sus manos el gigante con pies de barro puede ser algo sumamente peligroso para su entorno. Ojalá la Casa Blanca deje de inventar guerras lejanas y se concentre en sanear su propia casa. A nadie conviene un dólar enfermo. Mucho menos a México. (jzepeda52@aol.com)