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¿Un país de culpables?

Guadalupe Loaeza

Cuando terminé de leer el libro de Sergio González Rodríguez, Huesos en el desierto (Editorial Anagrama), pensé que Elena Poniatowska tenía razón: Somos un país de culpables. Sí, de alguna manera, todos los mexicanos y las mexicanas somos culpables respecto a las muertas de Juárez. ¿Por qué afirmo lo anterior? Porque a pesar de que ya suman trescientas las víctimas, no pasa nada. Los culpables andan sueltos y continúan apareciendo huesos de muertas en el desierto. Bueno, ¿y yo por qué?, se ha de preguntar uno que otro lector. Igualito ha de haberse preguntado Vicente Fox y eso que es el Presidente de la República.

Refirámonos primero a la grave, gravísima responsabilidad que tiene el Primer Mandatario de la Nación respecto a esta situación. No obstante el “estado de emergencia” en que vive Chihuahua desde los últimos años debido a que no han cesado los crímenes de mujeres, Vicente Fox le dijo que no a Patricia Espinosa, Presidenta del Instituto Nacional de las Mujeres. Que no le pediría a la Procuraduría General de la República que ejerciera su facultad de atracción en las investigaciones de los homicidios, porque “constitucionalmente no son de jurisdicción local estos casos”. En otras palabras, según el Presidente, este caso sólo correspondería a las autoridades estatales. ¿Cuáles autoridades estatales?, nos preguntamos. ¿Las del estado de Chihuahua que lleva toda una década representando un “teatro de simulaciones” como dice el propio González Rodríguez. Diez años, trescientas muertas y ningún responsable. Diez años, trescientas muertas y montañas de mentiras. Diez años, trescientas muertas y toneladas de impunidad. Diez años, trescientas muertas y muros de silencio.

Lástima que Vicente Fox, no alcance a entender cuán importante sería que el Gobierno Federal interviniera, porque como bien dice Esther Chávez Cano, directora del Grupo Ocho de marzo: Si no se toman medidas a nivel federal, no va a pasar nada -insistía Chávez-, porque esta sociedad ya se vio rebasada... y ahora queremos echarle la culpa a la falta de valores, porque ésa esa la frasecita de los panistas en el gobierno actual, “se han perdido los valores”, como dijo en su momento el jefe de la policía, Jorge Ostos: “Aquí hay tanta violencia porque no creemos en la Virgen de Guadalupe”. Con estos criterios ¿qué podemos esperar?

Hace seis meses vi un reportaje del canal de cable People and Arts dedicado íntegramente a las “muertas de Juárez”. Dado el tema, el contenido del programa resultaba desgarrador, sobre todo si la espectadora era una mexicana igual que las víctimas. A lo largo de la emisión se escuchaban los testimonios de las hermanas de las mujeres asesinadas. Muchas de ellas mostraban fotografías de cuando habían sido niñas. Aparecían vestidas de primera comunión, de quinceañeras, con su uniforme de la escuela, en reuniones familiares, en días de campo, con su novio, durante alguna posada o simplemente conviviendo con sus amigas. En seguida mostraban a la cámara las fotos en donde aparecían sus cuerpos mutilados tirados en alguna parte del desierto. Las entrevistas de algunas de sus compañeras también maquiladoras eran sobrecogedoras. Yo podría ser la próxima, decía una joven entre sollozos. En seguida el lente de la cámara seguía una de ellas en tanto se dirigía a tomar el autobús para ir a su trabajo, caminar por el centro de ciudad Juárez, y por último, aparecía bailando en algún antro horrible, para después seguirla hasta su casa en una colonia miserable en donde la pobreza parecía impregnada en cada centímetro de los muros que conformaban su casa pobrísima.

He aquí cómo describe a estas mujeres, Sergio González en su libro: El gasto del cuerpo en ellas se satura de nostalgias rancheras y expectativas de devenir cowgirls en un Far West mexicano, como los cactus y las nopaleras vinculados a los videoclips de los programas televisivos de música norteña o “grupera”. Ellas encarnan una suerte de prótesis industrial en la que se unen sus cuerpos, el tiempo de ocio y los artilugios comunicativos, microfaldas estrechas, teléfonos móviles y radiolocalizadores en el cinto, sandalias de cintas doradas y plateadas, lociones y perfumes agudísimos. Miradas de obsidiana fulgurante que se abren a la noche y a la sexualidad, de pronto temerosas ante su propia belleza.

Cuando apagué la televisión eran cerca de las dos de la mañana. Tenía el estómago hecho un nudo gigantesco. El nudo estaba formado por puritita vergüenza, por puritito miedo, por puritita compasión por estas jóvenes pero sobre todo, por puritita indignación. Sin darme cuenta empecé a hablar sola muy quedito. No quiero vivir en un país como el que acabo de ver en la tele. No quiero vivir en un país donde la ley no exista. No quiero vivir en un país donde se puede matar a tantas mujeres jóvenes y no pase nada...

Eso fue hace unos meses y sin embargo, me dije exactamente lo mismo y con la misma angustia y frustración cuando acabé de leer Huesos en el desierto. Si les dijera que no tengo palabras para hablar de este espléndido relato sin ficción, ¿me creerían? Es un trabajo periodístico tan realista, tan apabullante, tan estremecedor, pero lo peor de todo por el tema que trata, tan maravillosamente bien narrado que como lectora una se queda paralizada. Después de leer estas páginas llenas de datos, fechas, análisis, declaraciones, investigaciones, reflexiones y conjeturas, tengo dudas, muchas dudas. ¿Cómo es posible que sucedan esas cosas en mi país? ¿Cómo es posible que exista tanta impunidad, corrupción, violencia e ineptitud? ¿Cómo es posible que a pesar de los dos gobiernos PAN y PRI no hayan podido ir hasta las últimas consecuencias en las investigaciones? ¿Cómo es posible que Francisco Barrio quien fuera gobernador de Chihuahua de 1992 a 1998 en la época en la que desaparecieron tantas jóvenes ahora sea el Secretario de la Contraloría?

Me temo que Elena Poniatowska tiene razón, somos un país de culpables. En lo personal sí me siento culpable. Me siento culpable que en Ciudad Juárez, todavía “la mujer sea un ser golpeable y violable”. Me siento culpable que estas jóvenes tengan su autoestima tan baja. Me siento culpable que estas mujeres nada más puedan trabajar en la maquila. Me siento culpable que en Juárez existan cinco bares por cada escuela. Sin embargo hay una razón que mitiga toda esta culpabilidad. La lectura del libro de Sergio González. El hecho de haber leído Huesos en el desierto me hace sentir más cercana a todas estas mujeres. El tomar conciencia y comprender muchas cosas, me estimula más para seguir luchando por los derechos de las mujeres. Para no sentirnos culpables habría que leer: El exhaustivo trabajo de investigación que llevó a cabo el autor, tanto documental como de campo, y que sirve de base a esta historia, implica aún más relatos de terror que los que acabo de mencionar. Relatos que exponen aquí con el fin de conjurar en nosotros la tentación de la amnesia. Como si entre líneas, el autor quisiera exhortarnos a estar atentos a lo que sucede en Ciudad Juárez, a no dejarnos engañar por el discurso oficial que pretende disminuir la importancia de los hechos. No debemos acostumbrarnos, porque hacerlo sería banalizar la barbarie y el crimen, nos dijo, con razón, el domingo pasado en Bellas Artes al presentar la obra, el escritor mexicano Eduardo Antonio Parra.

¿Cómo haremos, Dios mío, para que Vicente Fox pudiera leer el libro y así poderse convencer que sin la intervención de la Procuraduría General de la República para resolver este caso, tal vez en un futuro no muy lejano en lugar de 300, estaremos hablando de las mil muertas de Juárez? ¿Cómo diablos haremos para que en lugar de enterarse de esta situación por la tele, lo haga por medio de esta lectura?

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