Los dioses ya no son lo que eran antes. En la antigüedad solían intervenir en los asuntos mundanos, aconsejaban a los soberanos y en su nombre ganaban guerras. Los dioses abrían los mares para tragarse ejércitos enemigos y desataban tormentas espantosas en el desierto para sepultar a las fuerzas invasoras. Pero eso ya no sucede. Todo indica que ese era el último recurso de Saddam Hussein; un recurso por el que ha esperado en vano. Persia no es Irán. En su última intervención, después del primer bombardeo, la mitad de su discurso estuvo dirigido a Alá. Pero al parecer Dios no se encuentra en la nómina de sus generales. Nada ha podido parar la lluvia implacable de tres mil misiles sobre territorio iraquí. Nadie en el mundo pone en duda que en cuestión de días Hussein será derrocado y Washington tomará el control de Iraq.
El tema que concentra la atención del mundo en este momento no es si Estados Unidos se apodera o no de Bagdad, sino de la manera en que vaya a hacerlo. De que la conquista sea más cruenta o menos cruenta dependerá en gran medida el futuro de la relación con el mundo árabe y con Europa Occidental. ¿Por qué?
Esencialmente porque los argumentos morales a los que apela Bush para justificar la invasión están prendidos con alfileres. Para empezar ¿cuánto tardará la opinión pública en darse cuenta de las “armas de destrucción masiva” químicas y biológicas no han aparecido? Sería irónico que el principal motivo para desencadenar la guerra ni siquiera existía: El régimen de Hussein no utilizó armas prohibidas ni siquiera para luchar por su vida simple y sencillamente porque no los tenía.
Por otro lado, los supuestos motivos humanitarios. Si bien ningún gobierno árabe apoya al régimen de Hussein (recordemos que el ejército iraquí había combatido a los países árabes de Irán y Kuwait), nada justificaría la destrucción de Bagdad simplemente para tumbar a un dictador. El argumento de fondo de Bush: “Llevar la democracia al pueblo iraquí”, perdería todo sentido si en el proceso de lograrlo se asesina a una porción de ese pueblo.
¿Cuál es la cifra de civiles caídos en Bagdad que darían la razón a Francia, Alemania y Rusia que se oponían a esta guerra por los costos humanos? Cuántos miles tendrían que caer antes de que la opinión pública se diera cuenta que esas personas no hicieron daño a los ciudadanos norteamericanos y, por lo mismo, no merecían morir a manos de bombas teledirigidas? ¿Qué diferencia existe entre el terrorismo de Bin Laden capaz de matar a tres mil oficinistas newyorkinos a los que no conocía y el terrorismo de Bush capaz de aniquilar a miles de habitantes anónimos de Bagdad para liberarlos de su opresor?
De ahí la necesidad imperativa de la Casa Blanca de mantener al mínimo las bajas de civiles. Pero justamente en esa necesidad se basa la estrategia de Saddam Hussein. Por un lado, sabe que presentar batalla en campo abierto sería suicida. Sus fuerzas ofrecerían una sesión de tiro al blanco para los misiles distantes. Por ello es que los ejércitos iraquíes, particularmente los casi 100 mil efectivos de la temible Guardia Republicana, se encuentran diseminados en Bagdad, ocultos y listos para presentar batalla cuando sus adversarios se encuentren en las calles de la ciudad. Es decir, Saddam tomará como rehén a sus propios ciudadanos. En su obsesión por conservar el poder, cree que su única posibilidad para detener a Bush consiste en mostrar al mundo que para ser derrocado, Estados Unidos tendría que destruir Bagdad y asesinar a gran parte de sus habitantes. Hussein apuesta a que su régimen aguantará escondido hasta que pase la lluvia de misiles y reaparecerá con fuerza cuando los invasores tengan que entrar en la ciudad.
La apuesta de Estados Unidos es justamente la contraria: Derrocar al régimen antes de poner un pie en las calles de la capital. El bombardeo no sólo busca desmantelar toda la infraestructura de gobierno, sus edificios y sus comunicaciones, sino también romper toda esperanza entre los oficiales, para lograr su rendición, la traición a Saddam y, si es posible, su muerte.
Se trata pues de la confrontación de dos estrategias. Por un lado, la apuesta por la tecnología que deposita sus esperanzas en el poder desmoralizador de bombas que operen con precisión quirúrgica para causar el mayor daño posible a las fuerzas de Saddam y las mínimas posibles en la población civil. Una pretensión que sólo sabremos si funcionó cabalmente dentro de unos días. Del otro lado, la astucia para contrarrestar esa tecnología, esconderse sin debilitarse y confiar en la lealtad y disciplina de las fuerzas de mando para aguantar el vendaval sin quebrarse. ¿Cuál prevalecerá? Estamos a horas de saberlo. (jzepeda52@aol.com)