Lentamente descendió por el pasillo central, lo escoltaban discretos hombres de traje oscuro. Se le veía sonriente, como un chiquillo travieso al que le han dado permiso de subirse a la montaña rusa. Dueño de sí mismo, miró el amplio salón abarrotado de legisladores. Se sabía bueno para disertar sin necesidad de un texto preparado. Lástima de no haberse cultivado, aunque fuera leyendo periódicos. Lógico era que careciera de dotes intelectuales.
No presumía de serlo. Su lenguaje era el que usaban los hombres del campo. Su éxito era el parecer uno de ellos, siendo ocurrente, jocoso y parlanchín. En esto también radicaba su debilidad, dado que sus pocas letras le impedían darse cuenta de lo que el país requería, teniendo que depender de otros que no siempre aconsejaban lo adecuado.
Le habían dicho, sin que estuvieran descubriendo el Mediterráneo, que la nación era una empresa a la que debía inyectársele billetes para sacarla de su postración. Eso lo entendía con la vaguedad de saber que a las vacas hay que apacentarlas con alfalfa, para que den abundante leche o con sorgo fermentado y melaza, para su engorda. De ahí que se le convirtiera en una fijación mental conseguir una gran reforma hacendaria.
A esa panacea dedicaría sus afanes el resto de su período sin preocuparse de buscarle otra salida a la crisis.
De pronto, escuchó su propia voz como si estuviera sentado arriba en el anfiteatro. Sus consejeros lo convencieron que el pesado fardo, que se le había convertido en un rompecabezas, no debía cargarlo solo. Es más, le aseguraban que los problemas sociales no serían resueltos nunca. Y vaya que era cierto, le decían, la pobreza es ancestral. En cada informe, hasta llegar al último, había que aparentar que todo marchaba bien, después de todo la política moderna es un gran cuento. En efecto, el político, que se precie de serlo, debe poseer el histrionismo de un actor en escena. Han sido varios los géneros donde debe desenvolverse.
Lo mismo le toca representar un drama que una comedia. Cualquiera que sea le lleva de la mano al fingimiento. Los espectadores simulan que no se dan cuenta que se trata de una gran obra teatral, en la que ellos forman parte del reparto. Antaño, había que aplaudir al orador que tenía la banda tricolor en su pecho, antes de que hablara y aun cuando su imagen apareciese en la pantalla de un televisor. La efectividad de un mandatario se medía no por sus logros, que era lo menos importante, sino por las veces en que era interrumpida su perorata con nutridas palmas.
Las cabezas de grupo se volvían locos buscando los más almibarados elogios. Durante seis años, en veces menos, en veces más, eran venerados como dioses paganos a los que había que rendirles tributo quemándoles incienso a cada paso. Cuando las cosas no andaban bien les decían que sus gobiernos deberían ser como un ferrocarril que seguiría caminando mientras se cuidara de alimentar con leños el fuego. De todas maneras la máquina se seguiría moviendo aun por terrenos pantanosos.
De ahora en adelante, le volvieron a susurrar en el oído, hay que privilegiar la política para convertirla en el eje rector de una gestión de gobierno. Necesitas operadores eficaces, diestros en los tejemanejes sórdidos del ejercicio del poder. No toques a los más odiados secretarios de Estado que se columpian en áreas estratégicas, no sabrías qué hacer si los echas.
Haz un batidillo en cargos de menor importancia, que al fin tres años se irán con una rapidez que asombra. No te apures, ya tienes tu lugar en la historia, pasarás como un paladín de la democracia. Por lo demás, los maldicientes que digan misa, no le hace que sea cantada. No es un acto litúrgico, por lo que no importa qué letra le pongan.
Le habían encargado un rebaño. Lo había pedido y había luchado para obtenerlo. Se sentó en una piedra, teniendo el cayado en su diestra. Oteó las hojas de los matojos mecidos por el aire frío que bajaba de las montañas, pronto llegaría el invierno. Con la mano libre se alisó el cabello, al tiempo que distraído se mordisqueaba el bigote. En el horizonte, no muy lejos, se escuchaban los aullidos de los lobos.
Se quedó pensativo por un largo rato. No tardaría en caer la noche. Traía terciada en la espalda una escopeta que le habían dado en el pueblo, pero carecía de cartuchos, además de valor para disparar. Si en estos tres días que faltan para completar mi recorrido, no ocurre un milagro, se dijo, no tendré más remedio que seguir echándole la culpa a los demás de lo que esté sucediendo. Con un gesto de incredulidad desechó los malos presagios.